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Me acuerdo de la primera vez que fui a una urna. No sé qué elecciones eran, pues tenía como cuatro o cinco años. Fui con mis papás y yo estaba tan chiquita que no alcanzaba ver más arriba de la cadera de mi papá. A duras penas pude ver lo que marcó en el tarjetón, entonces él tuvo que coger el papel, bajarlo a mi nivel, y explicarme. Que había más opciones, pero que él había votado en blanco. En el colegio, precisamente, nos estaban enseñando sobre la democracia, y a mí me pareció descabellado que mi papá “botara” su voto de esa manera. ¿Cómo no escogía ninguna opción? Lo cuestioné, y me contestó con otra pregunta. ¿Qué es lo que te he dicho que es lo peor que puede ser una persona? Tenía la respuesta clarísima, porque había crecido con ese mensaje prácticamente martillado en mi conciencia. “Mediocre” le dije. Me explicó que no lo entendería todavía, me dijo eso que me ha molestado tanto, pero que en ese momento era muy cierto: “Eres muy chiquita para entender,” y que había momentos en la vida en los que era mejor guardar silencio, no tomar partido, ni tomar decisiones. Había momentos en la vida en los que ninguna opción era buena. Y que sería mediocre conformarse con cualquiera.
En mis primeras elecciones, la primera vez que he votado en mi vida, siento que entiendo a lo que mi papá se refería. Afortunadamente (o no) he crecido como alguien amante de la política y la historia, entonces mis decisiones, las de mi voto, trascienden una campaña electoral, un debate, una encuesta, o artículos que puedan sacar periódicos difamando a cualquier candidato. También he tenido la fortuna de definir muy claramente cuáles son mis prioridades, y desde los once años he tenido la oportunidad de llamarme a mí misma una activista en pro de la igualdad de género. Una feminista. Y eso es lo que soy. Primero Salomé, después feminista interseccional. Por eso es que, entre otras razones, he decidido votar en blanco en la segunda vuelta presidencial, pese a tantos comentarios de todas las personas a mi alrededor sobre la gravedad de esto. Cualquier persona que apoye a uno de los dos señores que estarán en el tarjetón el domingo verán mi voto como un voto “por” el otro. Las personas más cercanas a mí lo ven como un voto “por” Gustavo Petro. Muchas personas en la comunidad feminista lo verán como un voto “por” Rodolfo Hernández.
Eso es lo hermoso, en mi opinión. Es un voto por ninguno. Y tengo claro que es un voto completamente simbólico, porque sé que no tendrá ningún peso, así seamos la mayoría los que votemos en blanco. Y el argumento detrás de que el voto en blanco en segunda vuelta no tenga ningún poder decisorio es que ya en primera vuelta, donde sí hubiera tenido poder una mayoría del voto en blanco, tuvimos la oportunidad de expresar nuestra inconformidad con las opciones. Y en la primera vuelta también lo hice. Demostré mi inconformidad con las opciones que tenía. No me sentía representada por ningún candidato.
Creo que mi voto en blanco no me hace mala ciudadana. Creo que me hace una persona que cree fielmente en la democracia. Creo que la democracia nos debería dar las opciones de sentirnos profundamente representados. Y creo también que mi ciudadanía se extiende muchísimo más allá de un voto en unas elecciones. Debemos ser buenos ciudadanos todos los días de nuestra vida, debemos asumir las diversas responsaibilidades que tenemos, y no solo hacer uso de los derechos, como el derecho al voto. Votar en blanco para mí es una promesa conmigo misma a que, sin importar quien sea presidente los próximos cuatro años, voy a exigir que tome decisiones responsables. Que me represente o, mínimamente, represente a la mayoría del país. Y por lo que amo la democracia, jamás me opondré a una decisión que represente a una mayoría, especialmente a una mayoría que amo tanto como amo a Colombia. Entonces, contrario a lo que muchas personas han dicho sobre el voto en blanco, para mí realmente representa esperanza. Esperanza por un compromiso más allá de ejercer mi derecho a votar, un compromiso ciudadano que realmente perdure y que sea sostenible.