Bienestar y libertad

Bienestar y libertad

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El sociólogo Charles Tilly sostenía que la ciudad es, por definición, el resultado de la concentración y la acumulación de capital y que dicha capacidad de aglomeración se reproducía en una dinámica virtuosa que le permitía multiplicar y atraer el capital, lo que a su vez explicaría el crecimiento de la ciudad, cosa que se ha hecho evidente con las revoluciones industriales que, al constituirse en factores de multiplicación del capital, han favorecido el crecimiento de las ciudades.

Así, desde la antigüedad hasta nuestros días, las ciudades se han constituido en ambientes propicios también para la distribución del capital y una mayor participación en el consumo. En principio, las ciudades, de suyo, tienden a brindar oportunidades a propios y a extraños y por supuesto un mayor acceso a bienes y servicios públicos. La gente se establece en ciudades básicamente porque así puede acceder con mayor facilidad a participar del capital y al mismo tiempo a acceder a bienes y servicios públicos cuya provisión tiene a optimizarse en virtud de la proximidad.

Esta última parte es la que da sentido al gobierno de lo urbano. Si bien, la ciudad hizo su aparición en la historia de la humanidad mucho tiempo antes que los Estados nación, tal y como los conocemos en la actualidad, esto no significa que estuviesen exentas de mecanismos de gobierno. Podría decirse que la historia de las instituciones políticas es casi la misma historia de la creación de la ciudad. Dicho de otro modo, para que el capital se concentre y se acumule, de tal manera que genere una aglomeración urbana, se requieren reglas y mecanismos coercitivos que las hagan cumplir, suficientemente fuertes como para que la sociedad no se diluya, pero suficientemente flexibles para que no se ahogue o se marchite.

Es precisamente la provisión de bienes y servicios públicos lo que ha llevado a las ciudades a transformar buena parte del capital que concentran y acumulan en condiciones de bienestar. Las ciudades contemporáneas están cada vez más lejos de la arquetípica ciudad-carbón que dio origen a la visión negativa de lo urbano y sin temor a equivocarnos podríamos señalar que nos han permitido vivir más y mejor.

Claro, en ciudades como Bogotá, la proliferación de hurtos y el aumento galopante de la congestión vial nos hacen dudar de esta condición. Sí, muchas personas siguen llegando, como desde hace casi cinco siglos, buscando oportunidades, pero también es cierto que muchas se han marchado. El deterioro de algunos aspectos relevantes de la calidad de vida ha llevado también a muchas personas a marcharse de la ciudad, aunque no en una dimensión suficiente como para frenar el crecimiento de la ciudad.

Si Bogotá, a pesar de todo, sigue funcionando, es porque es una ciudad en la que puede ser y hacer. La libertad, no como la plantea la ortodoxia libertaria, como ausencia de interferencias, sino como la posibilidad de elegir, en medio de un marco institucional provisto, sigue siendo tal vez uno de los rasgos más característicos de la ciudad. Aquí nos hemos preocupado por proveer un marco institucional que favorece la diversidad. La nuestra es una sociedad abierta y profundamente adaptativa. Está en nuestro ADN cierto tipo de sincretismo.

Sin embargo, tal vez uno de los problemas de fondo de Bogotá tiene que ver con que la provisión de bienes y servicios públicos se distribuye de una manera desigual en el territorio. Aunque Bogotá es la ciudad en la que, insisto, se puede ser y hacer, es al mismo tiempo la ciudad que no funciona de la misma manera para todas las personas. Así, aunque el ascensor de la movilidad social funciona, tanto la libertad como las oportunidades tienden a ser más reducidas, dependiendo del territorio que se habita.

En materia ambiental, por ejemplo, quienes más sufren las consecuencias de la mala calidad del aire, cada año por esta época, son quienes viven en el sur occidente de la ciudad, lo que además coincide una marcada desigualdad en el acceso a áreas verdes en los mismos lugares. Es innegable que la ausencia o mala calidad de bienes y servicios públicos, que deberían proveernos un mínimo común a todos los ciudadanos, termina siendo una barrera de enormes dimensiones para el desarrollo de la libertad y por esa vía una condición que termina pro restringir el potencial de la sociedad.

Por ejemplo, el que los servicios médicos de mediana y alta complejidad se encuentren concentrados en el norte de la ciudad y que miles de pacientes afiliados al régimen contributivo tengan que atravesar la ciudad para realizarse exámenes o recibir tratamientos implica una condición de desigualdad claramente restrictiva para la libertad.

En otras palabras, en Bogotá se es libre, sí, pero se es más o menos libre, en términos reales, dependiendo de la calidad urbana. Lo que intento decir es que, si bien, la ciudad por sí sola tiende a resolver los problemas de las personas, se requiere del papel del gobierno como gestor de bienes y servicios públicos para garantizar que su distribución provea unos mínimos comunes que permitan aprovechar el potencial de su gente. 

Así, asuntos como la búsqueda de una mayor calidad urbana, y específicamente del espacio público adquieren una mayor relevancia en una sociedad democrática. Aunque en principio debe servir para el encuentro, más allá de las diferencias socioeconómicas, debe ser también una condición habilitante para el desarrollo de capacidades y un mínimo común de bienestar.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-silva/

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