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Se llama Bambú. Y, además de coincidir con la planta en el nombre, también lo hace en características: el bambú puede ser tan resistente como el acero y tan flexible como el plástico; además se adapta con naturalidad a distintos terrenos y temperaturas. Bambú, nuestro compañero, no piensa en eso; sin embargo, si nos detenemos a observarlo, nos damos cuenta de que con su comportamiento nos está dando lecciones de serenidad; herramientas para lidiar con lo cotidiano.
La ansiedad pone trampas de anticipación y pensamiento catastrófico. La mente ansiosa gasta buena parte de la energía vital en imaginarse trágicos futuros escenarios. Ante aquellos acontecimientos que se plantan adelante, en la línea del tiempo, la ansiedad hace dudar de las propias capacidades para enfrentar aquel acontecimiento; y, de manera muy hábil, idea todas las maneras de evadir la situación: mentir, procrastinar, incluso, enfermar al cuerpo para tener una disculpa irrefutable. La ansiedad hace sufrir antes de que ocurra un hecho, que, en la mayoría de las veces no alcanza a ser calamitoso. Es decir, la anticipación genera más angustia que la situación real.
Entonces, atisbar a Bambú se convierte en un ejercicio de sosiego. Él ahí, sentado, observa el mundo. Resistió maltratos de otros; aprendió a ser flexible ante la adversidad; y se adaptó a nuevas realidades que la vida le impuso. Bambú no tiene eso que llaman “propósito de vida”; no está anticipando ni siquiera lo que pasará en la tarde de hoy. En su cabeza no hay expectativas ni temor al fracaso.
Para Bambú el futuro no es angustia porque le basta el amor del presente. Se acerca, busca una caricia. A veces, parece exigir un abrazo. Para él, el tierno contacto físico es suficiente muestra de que todo está bien y no necesita más.
Bambú, se queda mirándome a los ojos, ahora es él quien me atisba. Comprendo que, para los dos, lo único necesario es la certeza del amor.
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