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Mateo Grisales

Asombrarse como los niños

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"El transcurrir de la vida, el agite de la rutina y de las necesidades adultas, hace que todo lo que conocemos se convierta una ruta automática."

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Confieso que tengo una fascinación un tanto obsesiva con los niños. Los pequeños humanoides inquietos, preguntones y con la espontaneidad desatada han sido objeto de mi admiración y enternecimiento. Puede ser porque mi mamá siempre ha sido la tía querida rodeada de sobrinos y niños, pero también porque en ellos veo un espíritu humano que la adultez va opacando eficazmente: la capacidad del asombro. Es común encontrar en los ojos de los pequeños ese brillo que genera el ir conociendo el mundo, esa sensación de felicidad y satisfacción por el conocimiento adquirido, esa necesidad entrenada por siglos y siglos de historia humana de explorar lo que hay más allá y de ver en las fronteras de lo aprendido, un mar de posibilidades. La llama de ese entrañable espíritu humano sólo palpita con similar fuerza cuando se viaja.

La cotidianidad de la vida hace que los caminos se vuelvan recurrentes. El transcurrir de la vida, el agite de la rutina y de las necesidades adultas, hace que todo lo que conocemos se convierta una ruta automática. Nos sabemos de memoria el camino, solemos ir a los mismos lugares, comemos las mismas comidas, los temas de las conversaciones comienzan a ser repetitivos y las mismas sensaciones suelen anclarse al cuerpo. Vivimos en una burbuja que la cotidianidad va construyendo para encerrarnos en un bucle imperceptible.

Esta burbuja se rompe cuando se viaja. Claro, podemos tener un trabajo mas o menos divertido, retador. Podemos, también, ingresar a un curso, universidad o actividad que nos haga ampliar las fronteras de la comodidad. La vida también puede cambiarnos radicalmente por algún suceso inesperado. Pero ninguna situación genera tanta capacidad de asombro como viajar.

Cuando viajamos -en especial cuando es un viaje largo- retamos a los sentidos a descifrar los códigos inexplorados del nuevo contexto. El cuerpo y la mente se desacomodan y el cerebro genera nuevas conexiones neuronales. Los ojos captan colores distintos, el cuerpo experimenta otras sensaciones térmicas y una presión atmosférica anormal. Los olores, los sabores, los sonidos y las emociones alimentan nuevas subjetividades, que, aunque no lo percibimos en tiempo real, nos convierte en una persona diferente. Parafraseando a Juliana González-Rivera, cuando se viaja no existe la normalidad; el exotismo y los seres extraños e interesantes reinan en el mundo por conocer.

Del viaje nunca se vuelve igual. Después de cada viaje el niño crece y la capacidad de asombro disminuye. Por eso el asombro también es una actitud, una disposición que exige sensibilidad y escucha. En cada viaje hay muchos viajes. La experiencia humana construida en miles de años de historia es inagotable para nuestra comprensión, es sabiduría encapsulada en cada experiencia, en cada concepto, en cada lugar y en cada persona. Sólo viajando se puede beber un poco de eso que Martha Nussbaum llamó el cultivo de la humanidad y este, inevitablemente, nos cambia.  

El asombro solo es síntoma de lo que experimentamos cuando viajamos. Ese brillo en los ojos, esa emoción de aprender todo lo que se nos cruza en el camino, de volver sorprendente la cotidianidad de otros, de encontrar magia en los más mínimos detalles, todo esto sólo es el espíritu humano del asombro que nos devuelve a la niñez donde el mundo es todo aquello por conocer. Viajar es asombrarse como los niños, viajar es dejarse asombrar.

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