En medio de la tensión social y política que atraviesa el país, la escuela sigue siendo uno de los pocos espacios donde aún es posible sembrar la esperanza. Pero también – y esta es una advertencia incómoda – puede ser un lugar donde se reproduce, a pequeña escala, la lógica del autoritarismo. No se trata de una exageración ni de un juicio apresurado, se trata de una realidad que se vuelve visible cuando dejamos de idealizar el rol de la educación y empezamos a mirarla con honestidad.
Como docente, me preocupa profundamente que en muchas aulas se estén normalizando prácticas que silencian, castigan o excluyen a quienes piensan diferente. Recordé, al reflexionar sobre esto, el libro ilustrado Así es la dictadura, de Daniel Casal, que explica con claridad cómo los regímenes autoritarios no surgen de un día para otro, sino que se construyen mediante la imposición paulatina de normas arbitrarias, el control de la expresión y el castigo de la disidencia. Leer ese libro como adulto, y como maestro, me puso frente a un espejo inquietante: ¿cuántas veces, en nombre del “orden”, terminamos validando formas de control que niegan la posibilidad del diálogo?
No se trata de acusar a los docentes de querer ejercer poder de manera tiránica. Al contrario, la mayoría llegamos al aula con la convicción de que podemos aportar a una sociedad más justa. Pero es precisamente por eso que debemos ser más conscientes de cómo se infiltran los gestos autoritarios en la vida escolar: cuando se castiga al estudiante que cuestiona, cuando se reprime el llanto en lugar de acompañarlo, cuando se convierte la obediencia en virtud absoluta y la diferencia en un problema.
El autoritarismo no siempre llega con gritos o amenazas. A veces se camufla detrás de rutinas inamovibles, silencios impuestos o discursos que no admiten preguntas. En ese sentido, la escuela puede convertirse, sin quererlo, en una maqueta en miniatura de las dinámicas excluyentes que, a nivel macro, erosionan la democracia.
Por eso, si queremos que la escuela sea un verdadero espacio de formación ciudadana, necesitamos construir un clima escolar libre de autoritarismo. Esto exige tres cosas fundamentales:
- Reconocer todas las voces y la crítica, porque la escuela no puede ser una fábrica de obediencia, sino un escenario para aprender a argumentar, a disentir y a convivir con el desacuerdo.
- Atender todas las formas de violencia, partiendo del principio de que el bullying, la humillación y la burla no son “cosas de niños”. Se requieren protocolos claros, pero también una mirada empática que comprenda el daño emocional que estos actos provocan.
- Fomentar prácticas socioemocionales sostenidas, es decir, implementar de manera transversal ejercicios de escucha activa y validación de emociones que cultiven la empatía, no como contenido ocasional, sino como una máxima institucional.
Esto, por supuesto, no es tarea exclusiva del maestro. Requiere la participación de todos los actores que intervienen en el contexto escolar: entes gubernamentales que aseguren la formación en habilidades socioemocionales en las escuelas; familias que comprendan que el acompañamiento emocional es tan importante como el rendimiento académico; y una comunidad que entienda que una escuela empática es el punto de partida de una sociedad menos violenta.
Cada día, los maestros debemos decidir, entre usar la autoridad para silenciar, o para acompañar. Podemos construir aulas donde el miedo impere o donde florezca la palabra. No hay espacio neutro: cada decisión pedagógica es una apuesta ética.
Por mi parte, elijo una escuela que enseñe con el ejemplo que la diferencia no es una amenaza, que la voz del otro merece ser escuchada y que la autoridad no se impone, se construye. Porque el día que la escuela deje de ser un refugio, un entorno protector, ya no podremos sorprendernos si el país entero se convierte en una dictadura sin darnos cuenta.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/