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Hace poco descubrí una carta que fue escrita de manera anónima; Esa carta hacía referencia a mí. Venía de lo que había sido una de las personas más importantes en mi vida. Fue escrita con rabia y, en mi opinión, cargaba un mensaje hiriente. Hiriente a consciencia. Para mí, esa persona representaba un pasado feliz. Compartía, por lo menos sentía yo, recuerdos que parecían eternos. Esterilizados contra los dolores y las complicaciones de la vida.
Descubrí esa carta mientras el mundo comenzaba su diáspora contra los malos hábitos; esa que empieza cada primero de enero. Encontrar esa carta para mí fue una marcha hacia el pasado. De abrir cajones de recuerdos viejos, empolvados y nublosos. La vida no la vivimos solo para recordarla. Hay cosas que se quedan en su presente. Fracasan en volverse pasado. Pero más que nada, ese descubrimiento y el clavado que me obligó a hacer despertó una rabia y un odio que desearía no tener que cargar.
Yo no recuerdo haber llorado de rabia, ni tampoco haber tenido que contener terribles impulsos físicos que lo llevan a uno al lugar más humanamente terrible de todos: el del odio. Sentí mi cuerpo arder y mis ojos perderse. Mis manos querían desprenderse de mis brazos y sacar todo el dolor dañándose a ellas mismas. Entendí, en esos momentos de rabia inédita, la terrible realidad de nuestra dependencia emocional. Que el libre albedrío fracasó el día que aprendimos a amar. Y a odiar.
Mi abuelo, en todo lo que hacía, nos enseñó a cargar una bandera: la lucha contra la injusticia sin importar el costo. La injusticia no tiene razón en este mundo. Los dolores evocados sin provocación, la infelicidad esparcida por capricho, el amor disuelto por la indiferencia, son cosas que simplemente no deberían pasar. Esa fue su bandera.
Esa carta, desde el momento que me di cuenta hacía referencia a mí, puso en alerta mi odio frente a la injusticia. La sorpresa, y lo nuevo, era que ahora yo era le sujeto que sufría de ella, que se sentía robado del orden de las cosas.
No sabía cómo traducir lo que sentí, pero sabía que no lo podía ignorar; que era irresponsable con mi propia salud emocional no sentarme a examinar mi rabia, mi odio, el cual probó no querer aplacarse ni bajar en intensidad. Después de ese estruendoso primer momento, siguió llegando en sismos cada vez que recuerdo esa carta, esa carta que en mi mente se transformó en lo que más me enseñaron a odiar: la injusticia. Esa carta que por ahora me deja un pendiente en el corazón que no sé todavía cómo curar. Un sentimiento que me recordó, con todo, que soy un ser humano.
A los que sufrimos de astillas eternas, de odios que parecen no evaporarse, que se rehúsan a sanar en nuestro corazón, no sé qué decirnos. Me encantaría poder perdonar. Lo daría todo por olvidarlo y seguir. Volver a la calma en la que estaba mi corazón antes. Extinguir esa llama de dolor que ahora quema en mi corazón, que me atacará en momentos inesperados y a algún buen amigo le tocará ayudarme a esfumarla con abrazos y comprensión. Pero no. Así no funciona. Y, por ahora, tendré que seguir sintiéndola y sacándola. Quizá en algún momento sea simplemente una pequeña ceniza que solo se robará un respiro de vez en cuando. Pero, por ahora, hay que dejarla quemar.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/