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Desde la ventana de mi pequeño apartamento se ve la tierna calle Roeterstraat. Ubicada el sector de Plantage, en el centro-este de la Ámsterdam, las bicicletas adornan la calle en su silencio cíclico. Roeterstraat, llamada en honor a Hendrik Roeters, sheriff de Ámsterdam en 1673, fue una palabra usada por los ámsterdameses como un sinónimo al cuidado a las personas mayores por el ancianato. Dr. Sarphatihuis, que decora la calle con una fachada tradicionalmente neerlandesa, y ocupa casi con precisión –aparte de una terraza que está condenada a la soledad por ocho meses al año– entre dos tímidos puentes, el Ben Polakbrug y el Lau Mazirelbrug. Es un barrio hermoso y construido alrededor de la facilidad.
La historia se conserva en Ámsterdam. Las pequeñas placas que se sitúan ominosas al frente de las casas evacuadas por los nazis alrededor de toda la ciudad recuerdan los nombres de las víctimas de la máquina de exterminación alemana. Los edificios, torcidos[1], no son remodelados ni retocados por nuestros taladros y materiales modernos. Las escaleras, angostas y penumbrosas, no buscan ni permiten ser reemplazadas por la comodidad de los ascensores fugaces. La población mayor, terca, no sucumbe ante los Ubers, pero se ven en sus bicicletas todos los días, con bolsas de mercado colgando de los lados de su llanta trasera. La riqueza material es un implícito, la escasez no se conoce en toda la ciudad. La vida, se podría decir, es además de fácil, consciente.
El clima es jodido. Lo saben los que han hablado conmigo en los últimos tres años. El viento es escandaloso y permanente en la primavera y el otoño. El gris y el frío mojado invaden al país desde noviembre hasta marzo. Las nubes parecen ser más permanentes que el cielo que esconden detrás. Los holandeses acostumbrados, pero todavía humanos, se burlan y quejan del clima cada otro suspiro, frustrados con la inevitabilidad del frío en el lugar donde escogieron ser. El sol y el calor causan una celebración divertida para los que venimos del trópico. Los parques más cercanos al centro, vondelpark, oosterpark y westerpark, se llenan de vino, cerveza, spikeball (un popular juego alemán) y parlantes. Cuando digo llenan, es llenan. El buen clima es la excepción que por fin los obliga a su estricta cultura protestante a olvidar el trabajo y celebrar estar aquí.
La comida es terrible, por lo menos la “típica”. El suelo holandés, antes de los advenimientos de la tecnológia, siempre fue pobre de nutrientes. De las casualidades históricas, quedó el stroopwaffle, una galleta de caramelo deliciosa que es la única que vale la pena recomendar. Los sabores son importados, y las delicias originales fueron extraídas del colonialismo impuesto por este pequeño país alrededor del mundo.
Ámsterdam es limpia. Las calles ya no son para carros, en vez todas son pintadas por un color ladrillo, reemplazando el cemento, que indican que son fietstraats, o calles para bicicletas. Los carros son los invitados; las calles son de las bicis. La ciudad es del mundo. Se juntan todos los estilos, colores, preferencias, gustos en una armonía que es tan absoluta, que desaparece entre la costumbre. Vivir acá ha sido un privilegio inmenso. Conocer sus calles, pedalear junto a sus canales, reírme de la pronunciación tosca de su lenguaje, todo ha sido una experiencia que me marcará por siempre. Aunque también me marcarán los domingos solitarios, alejados de la cacofonía en español que me regalaba mi familia, y también el desasosiego causado por dos semanas sin sol, de lluvia, y sin poder quitarme las medias por el puto frío. Hasta el punto de llevarme a las lágrimas en mi pequeño mundo que llamo cuarto, añorando el calor de mi tierra y mi español.
Me he burlado de los Países Bajos desde que llegué. Sin cesar. De sus particularidades absurdas para nosotros latinos. De sus quejas ridículas porque el estado en vez de financiar su educación a un crédito con tasa de 0% a 30 años, la subirá a un 1%. De sus “first-world problems”, que si mucho resaltan mi envidia por la sociedad que ellos han llegado construir. Me he burlado de su comida, de su frío, de su idioma, de su tacañes y de sus precios. Aunque ahora que la empiezo a ver con la nostalgia que será lo que quedará en mi futuro, la admiro y la aprendo a querer.
Mi Colombia que será el hogar de mi corazón para siempre, tendrá una nueva hermanita en esta tierra plana, que fue mi hogar en los años que marcaron mi corazón para siempre. Entonces gracias, de una vez, porque las despedidas apuradas siempre lo ponen a llorar a uno.
[1] Con mi compañero de piso descubrimos la inclinación de la casa con un lapicero. Aprendimos que siempre que queremos poner un lapicero en nuestra mesa del comedor, tenemos que asegurarnos de ponerlo mirando hacia la puerta, de otra manera, se rodaría hasta el piso.