Narrar la guerra, la criminalidad o la inseguridad, puede ser tan riesgoso como ser combatiente, criminal o miembro de la fuerza pública. Aunque no empuñe un arma, el periodista que se atreve a cubrir los temas de violencia se convierte casi automáticamente en un “objetivo” que debe ser amedrentado, acallado, desplazado o incluso eliminado. Esta ha sido –y lamentablemente sigue siendo– una constante en la historia del conflicto colombiano.
La labor de los reporteros de guerra es esencial para revelar hechos, tramas y conexiones que, de otro modo, permanecen ocultos o serían ignorados por conveniencia de ciertos sectores. Es un oficio que va mucho más allá del boletín oficial: implica hablar con testigos, consultar múltiples fuentes, indagar con fiscales, policías y militares. Implica, sobre todo, preguntar lo que incomoda y señalar lo que muchos prefieren callar.
A través de sus palabras, el periodismo describe hechos, retrata a víctimas y posibles victimarios, y transmite el dolor, la angustia y la desesperanza de miles de personas atrapadas en medio del conflicto. Para ello, es necesario recorrer el territorio, conocer sus dinámicas sociales, económicas y políticas, y captar los matices de un entorno profundamente herido.
El cómo, el por qué y el qué podría suceder se vuelven mantras irrenunciables para construir hipótesis y dimensionar la magnitud de la tragedia que se vive a diario en amplias zonas del país. En Colombia, este oficio debe ser protegido “a toda costa”, porque da voz a quienes más la necesitan: las víctimas. Pero estamos lejos de cumplir esa promesa. Las noticias siguen mostrando el nivel de amenaza bajo el que deben ejercer su labor quienes se dedican al periodismo.
El caso más reciente y alarmante es el del periodista Gustavo Chicangana, atacado con cuatro disparos por la espalda el pasado 5 de julio, a la salida de su casa en San José del Guaviare. Sobrevivió. Y, según ha contado en entrevistas, además de priorizar su recuperación, deberá enfrentar la difícil decisión de retomar o abandonar una carrera periodística de más de 40 años. El Guaviare –su departamento– es hoy escenario de disputas entre varias facciones armadas: los grupos de Iván Mordisco, Calarcá y el Erpac (Ejército Revolucionario Popular Antisubversivo de Colombia). Las investigaciones apenas comienzan.
Según la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), 2024 fue el año más letal y con mayor número de ataques contra periodistas en la última década en Colombia. Y todo indica que en 2025 la tendencia continuará. Las instituciones del Estado tienen la obligación de prevenir riesgos y proteger a los periodistas. No podemos permitir que los violentos y criminales impongan las condiciones sobre lo que se informa y cómo se informa. Una característica esencial de cualquier sociedad democrática es poder informar y ser informado de forma oportuna, veraz y transparente. Es un derecho ciudadano. Y también lo es ejercer el periodismo con la vocación de narrar la guerra. El desafío es mayúsculo: no solo está en juego la libertad de prensa, sino el corazón mismo de nuestra democracia. Callar a quienes cuentan la guerra es también una forma de perpetuarla. Defenderlos, en cambio, es abogar por la verdad, la justicia y la posibilidad de un país distinto.
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