Desde hace cinco años tengo un perro. Llegó a nuestra casa cuando tenía siete meses y ya va a cumplir seis años. Es un Whippet, o galgo mediano, y su nombre es Gabo. Cuando llegó me cuestioné si estaba lista para asumir la responsabilidad de cuidarlo, pero ya no había vuelta atrás. Como siempre había tenido gatos el comportamiento del perro y la convivencia con él me revolcaron. El perro es un animal de manada. Te persigue a donde vayas, le cuesta la soledad, necesita sentirse seguro y acompañado todo el tiempo. Desde el principio te muestra su vulnerabilidad y, en ella, uno también se descubre vulnerable, incluso más que él.
El perro, dicen, es el mejor amigo del hombre y que solo le falta hablar. No creo que los perros sean solo amigos, ni que les falte hablar pues eso los haría incompletos y no lo son. Son guardianes, son compañía, son miembros de una familia. Mi perro es mi hijo. Durante mucho tiempo me sentía ridícula pensándolo así. Hasta que un día entendí que entre él y yo existe una relación de maternidad. No la humana que viene de la fecundación de un óvulo por un espermatozoide. No esa relación entre un ser vivo que crece dentro de su madre para nacer de su cuerpo. Es una relación de cuidado, de unión silenciosa, de responsabilidad por todo lo que necesita él de mí y yo de él. Es una maternidad y una crianza elegidas, como las madres no biológicas.
Gabo llegó a mí de una manera traumática y tormentosa en un principio. Empezar a hacerme cargo de sus necesidades me obligó a darme cuenta del significado del cuidado en todos los sentidos. Aprender a cuidar a Gabo me enseñó a cuidar de mí. Su presencia cambió mi existencia, mi manera de pensar, de ser, de sentir. Sé, por mis amigas madres, que a ellas también les ocurrió lo mismo después de dar a luz y empezar a criar a sus hijos. Sé también que la vida no es una línea recta en la que nos ocurren las mismas cosas a todos como llegando a estaciones de tren y poniendo sellos en un pasaporte. La vida no son solo puntos de llegada o de salida. Dentro de una vida pasan cosas, y dentro de todas las vidas cabe todo, de forma inconexa, ajena, distante o cercana, conocida o extraña. De pequeños nos obligan a creer que tenemos una hoja de ruta, pero no es verdad. Entonces muchas veces me dicen: “Es que tú no eres mamá”, y sí lo soy. Soy la mamá de un perro. De este ser vivo que elegí cuidar y atender.
Entre un perro y una persona existe una relación simbiótica. Convivir con un animal no humano, de esta forma tan genuina e intensa, le ha dado un entendimiento diferente a mi experiencia. Y digo le ha dado, porque aún no termina. Su compañía silenciosa me recuerda que la vida transcurre sigilosa y sin prisa. Cuando me quedo horas observándolo o me acomodo cerca de él para olerlo y sobarlo me desentiendo de un lenguaje que para mí es conocido y para él no, para salirme de esos límites de los conceptos que establecemos los humanos, los que hemos inventado, para poder convivir, o por lo menos intentarlo. Con Gabo no tengo que fingir ni intentar nada. Estar con Gabo es ser yo, ser lo que soy para él sin definiciones. Se hace cerca de mí cuando escribo o leo y entonces la dimensión del tiempo y del espacio toma una forma estática, como si todo lo que necesitáramos estuviera contenido en esos instantes donde él es sólo un perro que se hace ovillo en un sofá, y yo una mujer que escribe sobre ese perro. Vivir con Gabo es encapsular lo imposible.
A su lado no necesito buscar paz porque él es la paz.
Él es la calma.
Él es el fuego.
Él es el agua que quita la sed.
Él es la alegría.
Él es la ternura.
Él es la espontaneidad.
En su mirada veo a todos los animales del mundo, las posibilidades infinitas que hay en la naturaleza. Esa simbiosis que ha permitido el vínculo majestuoso de lo vivo, y la proliferación de las especies. Mi amado perro, mi pequeño perro.
Él es todos los animales de la Tierra en un solo cuerpo.
Me hace creer en otras vidas, en otras formas de ser, de existir, de pensar, de sentir, de habitar el mundo. Gabo es la confirmación de algo que siempre he creído: no estamos solos en el universo.
Me gusta susurrarle al oído que viene de una galaxia muy lejana, de un planeta donde sólo hay galgos, que vienen a este lugar hostil y peligroso para ellos, simplemente por diversión. Porque un galgo parece débil y asustadizo, pero es un cuerpo aerodinámico que contiene toda la velocidad del guepardo y la fugacidad de un rayo de luz. Un galgo —un perro, cualquier perro— permanece siempre a tu lado porque sabe que es más veloz y poderoso que tú. Porque la realidad es que, aunque yo le doy la comida, lo saco a pasear, le doy medicamentos y cuidados especiales cuando se enferma, recojo sus excrementos, lo baño y lo acaricio, es él quien me da todo a mí.
Amar a un perro es practicar una religión politeísta.
Un perro no es un amigo, un perro es un Dios.
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