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«¿Ustedes se creen que la gente es tan idiota que no va a poder decidir?», preguntaba el presidente Javier Milei a su audiencia en la Universidad de Stanford. Estaba hablando del hambre. Luego, dijo: «Va a llegar un momento que se va a morir de hambre, con lo cual, digamos, o sea, va a decidir de alguna manera para no morirse. Entonces no necesito que alguien intervenga para resolverme la externalidad del consumo porque, a la postre, alguien lo va a resolver».
Alguien lo va a resolver.
No él, que es el presidente.
No el estado a quien él representa.
Alguien.
Milei —ay, libertarios— espera un deux ex machina del mercado que provea comida a esa gente. A esa pobre gente. «Bastaría con esconderlos», le propondría Susana Clotilde Chirusi. También queda la opción de la antropofagia, supongo.
Hay economistas que insisten en que el modelo conocido como neoliberal falló, que los mercados son incapaces de regularse a sí mismos, que la acumulación de capital financiero y la especulación han dado al traste con la producción de bienes y servicios (pero ha dejado que los milmillonarios sean aún más ricos) y que es la participación de los estados lo que permite salvarnos como sociedad. Dicen ellos que algo salió mal, que a aquellos años de ganancias —para algunos—, le han seguido décadas de rupturas e inequidades —para muchos—.
Hay presidentes (y líderes gremiales y economistas y empresarios y otro montón de gente) que creen que no, que la mano invisible va a resolver esas injusticias, ciegos ante lo evidente: pobres cada vez más pobres y una desigualdad creciente aquí y allá y más allá.
La reflexión libertarista de Milei bien puede extrapolarse a otros terrenos donde los estados (por lo menos los de este lado del mundo) han dejado asuntos en manos de manos invisibles. ¿Para qué intervenir en salud? Algo encontrará la gente para curarse: rezos, sortilegios, placebos azucarados para el dolor a buenos precios, milagros que se pagarán con placas de mármol.
¿O en educación? En algún lado aprenderán a medio leer y a medio sumar, para que no sepan bien qué firman ni calculen bien cuánto ganan, pero sobre todo cuánto pierden, porque los que pierden son siempre los mismos. Una y otra y otra vez.
¿O en justicia? Ya hallarán formas de resolver sus diferencias por las buenas… o por las malas. De imponerse sobre los otros y no precisamente con la fuerza de los argumentos. Sí, la justicia. «Existe, pero no siempre la vemos. Está ahí, discreta, sonriente, al lado, un poco atrás de la injusticia, que hace mucho ruido», escribió el filósofo español Ramón Eder.
Porque el asunto —para mí— es ese: creamos un mundo al que algunos se aferran con uñas y dientes para no perder sus privilegios y otros usan las uñas y los dientes para arrancarle algo que, por lo menos, evite que se mueran de hambre.
Sí, alguien lo va a resolver, pero la suerte y el bienestar de las mayorías dependerá en buena medida de que la solución no venga de quien calcule el éxito en beneficios antes de intereses, impuestos, depreciaciones y amortizaciones.
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