Pare. Respire. Agradezca. Estaremos en este planeta cerca de ocho décadas y buena parte de ese tiempo lo transitamos con los sentidos distraídos. En medio de la premura no percibimos el fenómeno tan maravillo que es estar vivo y darse cuenta de ello; porque, a veces, el agobio se apodera de nuestros ojos y todo lo vemos distorsionado, opaco. 

Para enfocar la mirada una opción es recurrir al ejercicio de agradecer. Asumir la capacidad de observar desde la conciencia de que en la vida se nos ha dado tanto que es inabarcable. Quienes vivimos en esta época somos poseedores de conocimientos heredados por miles de generaciones; como especie, ya desciframos misterios inimaginables. Describimos leyes de la naturaleza que antes interpretábamos desde las sombras.

Es cierto que en nuestro contexto hemos sido testigos de oídas o directos de las mayores atrocidades. Sabemos qué es el sufrimiento generado por la violencia y el odio. Reconocemos el dolor del desprecio, de la falta de posibilidades. La angustia ante la incertidumbre, los sentimientos de culpa, las frustraciones, la carencia de afecto… en fin, la tristeza que nos nubla.

Sin embargo, en el transcurso de las horas del día, también aparecen motivos mínimos y máximos para agradecer. Implica un esfuerzo mayúsculo darse cuenta de ello, precisamente porque nuestros sentidos nos están indicando lo contrario. Para ese ejercicio, casi místico, hay que recurrir a la razón: pausar, respirar con consciencia. Observar. Sentir, en el sencillo roce de manos, el amor más honesto. Ver en los ritmos de la naturaleza la sabiduría de la vida. 

Es una tarea casi de precisión: calibrar de nuevo los sentidos, darles cuerda, reubicarlos. Ensayarlos mirando alrededor para volver a notar con nitidez a quienes amamos. Están al frente, nos han dado tanto… agradecerles.   

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