Agosto 8

Para escuchar leyendo: Todo cambia,Julio Numhauser.

De Monserrate baja un viento seco. El sol apenas se asoma entre las nubes grises de Bogotá y el silencio denso de Palacio comienza a romperse con cada paso del nuevo presidente por los pasillos de la Casa de Nariño. Los funcionarios corren con apuro y desconcierto: durante los últimos años rara vez habían iniciado labores tan temprano. La sorpresa se parece demasiado a la ansiedad, como si todos esperaran con nerviosismo el primer movimiento del nuevo inquilino. Como si el país entero contuviera la respiración.

El presidente avanza sin detenerse. Llega a su despacho, se sienta frente a la primera carpeta que lleva su nombre en la esquina superior derecha y el escudo nacional en el centro. Se lee en letras doradas: Informe fiscal de empalme. Lo abre con un café a medio enfriar y una mirada seca.

Lo que encuentra allí es, en términos simples, una pesadilla. El déficit fiscal proyectado: 138 billones de pesos, un abismo del 7,8 % del PIB. La deuda pública, desbordada, ya alcanza el 63 % del PIB, más de 1.100 billones. Uno de cada tres pesos del presupuesto está comprometido en el pago de intereses. Las advertencias son claras: para cumplir la regla fiscal se necesitará un recorte de 75 billones. No tiene margen alguno.

El presidente llama al director del DAPRE. Le pide que cite al ministro de Hacienda y ordena habilitar de inmediato el salón de crisis —ese que el exminInterior Guillermo Jaramillo le describió en el empalme como una cueva llena de fantasmas.

Pide otro café, más cargado esta vez, y abre la carpeta de seguridad. El panorama no mejora: 280 municipios con presencia activa de grupos armados ilegales, más de 109.000 personas desplazadas solo en el último año. Los homicidios superan los 12.700. Los firmantes del Acuerdo de Paz siguen cayendo por decenas, las disidencias reclutan menores, los territorios vuelven al control del fusil.

Se quita las gafas, se frota los ojos con dos dedos. Le pide al director que cite también a la ministra de Defensa y que prepare un paquete de informes adicionales sobre este tema. Todo deberá discutirse hoy.

Llega el turno del informe social: 36,6 % de la población en condición de pobreza, 13,5 % en pobreza extrema, desempleo juvenil del 12,3 %, más de 2 millones de migrantes venezolanos con atención humanitaria a medias, hacinamiento carcelario superior al 360 %, y una justicia colapsada, con 92 % de impunidad.

El presidente hojea las carpetas con gesto rígido. “¿Qué hay en el Congreso?”, pregunta. El director, entre titubeos, responde:

—Bueno, presidente… hay un proyecto para derogar la reforma pensional del gobierno anterior. ¡Ah! Y otro para prohibir el lenguaje inclusivo y el enfoque de género en los colegios.

—Convoque al Consejo de ministros —responde él—. Alguien debe saber por dónde empezar.

El director se retira. Y en esa breve soledad, la primera desde su elección, el presidente se queda inmóvil. Relee los titulares que repetía de memoria en los debates: Petro destruyó la economía, Petro se robó el país, Petro es el problema. Recuerda la espuma, los eslóganes vacíos, los videos virales en TikTok, el odio rentable, el voto útil convertido en trampa.

Se reclina en la silla, se cubre los ojos con las manos, y piensa en aquellos dos candidatos que decían cosas parecidas a las que ahora lee. Esos que hablaban sin los gritos atorrantes que él y su rival en la segunda vuelta usaban. “Algo decían, algo sabían… pero los gritos no me dejaron escucharlos.”

Al rato llega el director: los ministros lo esperan. Al entrar, la canciller lo saluda con un abrazo entusiasta, aún con rastros de euforia y ánimo del día anterior. Le cuenta, emocionada, que su exjefe de la revista ya envió con un mensajero el paquete de leyes prioritarias. El ministro del Deporte sonríe aún más feliz: se hizo viral en Tik Tok bailando con dos senadoras en la posesión.

El presidente pide silencio. Se sienta y comienza a leer el resumen ejecutivo de las carpetas que lo atormentan. A medida que avanza, los ministros se miran entre sí, desconcertados. Nadie interrumpe. El vicepresidente, que había salido a llamar a su papá en busca de consejo —y probablemente de instrucciones—, regresa justo cuando la lectura termina.

—Presidente, entonces… ¿qué vamos a hacer? ¿Por dónde empezamos?

El mandatario lo mira, con gesto severo. Suspira. Y susurra:

—No sé. Aquí lo único que importaba era sacar a Petro. ¿O no?

Y es ahí, justo ahí, donde se abre la herida que nadie quiso ver. Porque durante años se trataron de convencer en que Colombia no necesitaba un rumbo sino una revancha. Que no hacía falta un proyecto si había un enemigo común. Que bastaba con gritar “¡Fuera Petro!” para llenar una plaza o un tarjetón.

Pero el 8 de agosto amaneció. Y la realidad no se fue con Petro. Quienes celebraron el final sin pensar en el comienzo, hoy preguntan por el plan. El nuevo presidente, que prometió restaurarlo todo, descubre que heredar ruinas no te convierte en arquitecto. Que gobernar exige más que rabia. Que el poder no se administra como un canal de YouTube.

Y aquí estamos. En silencio. Frente al vacío. Porque una campaña construida sobre el miedo sirve para ganar una elección. No para gobernar un país.

Por eso ahora que el enemigo ya no está, habrá que ver si quienes lo combatieron sabían realmente qué venía después. O si, como parece, solo querían ganar —pero no sabían para qué.

Ánimo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-henao-castro/

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