Por alguna coincidencia —que una semana después no deja de asombrarme—, con una sincronicidad abrumadora, empecé a leer El pez en el agua, la autobiografía de Mario Vargas Llosa, la tarde del 12 de abril. Acababa de descargarla en el Kindle y me dispuse a ojearla durante una tarde desocupada de sábado. Pasé por las primeras páginas un tanto desprevenido y sin mayor sobresalto, porque esas palabras ya las había escuchado del Nobel en entrevistas y discursos.
Cuando, en la noche del domingo 13, la noticia de su fallecimiento me llegó como notificación al teléfono, no pude evitar sentir esa sensación de vacío que deja la muerte; pensar que al mundo se le ha privado para siempre de un creador de belleza como pocos. Sentí el dolor que se experimenta por alguien a quien se conoce tan íntimamente en las páginas, pero que fuera de ellas no es más que un desconocido famoso, un extraño al que se admira desde el otro lado de la pantalla. Con su muerte sentí lo mismo que se siente cuando se termina un buen libro: la certeza de que, por un buen tiempo, no se encontrará algo mejor.
Sin haberla empezado siquiera en forma, ya sabía cuál sería el final no escrito de esa biografía: Mario Vargas Llosa, el escritor peruano y universal, el premio Nobel de Literatura, el primero vivo que leí, uno de los pensadores liberales más lúcidos de nuestros tiempos, un incansable defensor de la democracia acababa de morir en Lima, rodeado de su familia, luego de una larga enfermedad. Se fue tranquilo, acompañado por sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana, y tomado de la mano de su gran amor con espinas, Patricia. Acababa de cumplir 89 años. Una vida larga y fructífera, de polémicas y éxitos, de errores y dolores, como todas. Una vida ordinaria que la literatura nos hizo ver como maravillosa.
A Vargas Llosa lo más importante que le pasó en la vida fue aprender a leer. Desde entonces, su existencia se transformó para siempre. Ese hecho elemental, que a muchos nos llega en la primera infancia, solo algunos genios —como él— son capaces de irradiar a la humanidad. Y con ello cambió para siempre el mundo de las letras. Un buen escritor nos sacude la vida con sus ficciones, nos levanta la mirada hacia un mundo de realidades complejas. Como lo dijo él mismo al recibir el galardón máximo de su carrera: “La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla, a vivirla con dignidad y a salvarla del desastre.” Vargas Llosa fue vértebra de mi pasión literaria y guía de mi pensamiento político.
Sin La ciudad y los perros o La fiesta del chivo, mi aproximación al fenómeno del poder sería distinta. La interpretación de la historia política de nuestra América sería más torpe sin Conversación en la catedral o Cinco esquinas, y no me habría preguntado por el liberalismo, el peligro del populismo, los nacionalismos o los autoritarismos que se expanden con virulencia por el mundo sin los ensayos de La llamada de la tribu o La civilización del espectáculo.
Al igual que los grandes maestros que lo precedieron y lo formaron —como Flaubert, Faulkner, Cervantes, Víctor Hugo o Sartre—, y los genios con quienes compartió época —como García Márquez, Cortázar, Fuentes o Sábato—, gozará del estatus pétreo de inmortalidad reservado para los clásicos: aquellos que han hecho de este mundo, con su obra, un lugar mejor. Qué privilegio haberlo leído y admirado en vida. En definitiva, Vargas Llosa fue el escritor que, en mis sueños más delirantes, me hubiera gustado ser.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/