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Salomé Beyer

A través de mis ojos

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Siempre he tenido una relación extraña con mis ojos. Me acuerdo como si fuera ayer cuando, a mis tres años, mi mamá me llevó a la óptica a escoger mis primeras gafas. Ella cuenta que cuando me vio mirando al televisor, con un ojo bizco, casi mirando la punta de mi nariz, explotó en llanto; supo que tenía que llevarme a la oftalmóloga para comprobar que yo había nacido con problemas de visión. Necesitaría usar gafas el resto de mi vida.

El día que escogí mis primeras gafas, moradas y rosadas, mi mamá me dejó llevar mi muñeca, cosa que nunca hacía, porque sentía que necesitaría todo el apoyo que quisiera para poder asumir el “defecto” de mi visión borrosa. Pero yo estaba tan feliz de poder tener un nuevo accesorio, con mis colores favoritos, que a duras penas procesé que realmente las gafas eran una herramienta para poder ver bien. Para lo que mi mamá fue una tragedia, que su hija no pudiera ver bien, para mí fue un regalo.

Muchos años después, en el 2022, cuando unas personas me conocieron no escucharon bien mi nombre, y en vez de escuchar “Salo,” escucharon “Sol.” Pensaron, durante uno o dos días, que mi nombre era Sol, y cuando me lo admitieron, sentí dicha. Porque siempre he querido ser alguien que transmite luz y calidez, una persona que, en la medida de lo posible, se parezca al sol.

Estas dos historias de mi vida, aparentemente inconexas, me han provocado muchísimas reflexiones en las últimas semanas. Sobre la primera, pienso en las cargas que les imponemos a las demás personas. A mis tres años no tenía idea de que el mundo podía ser diferente a lo borroso que había visto hasta ese momento. Lo que mi mamá vio como una carga, en la forma de gafas, yo lo vi como un accesorio divertido, y cuando mi papá me empezó a decir “cuatriojos” porque me tenía que preparar para el matoneo que iba a recibir, no me importó en lo más mínimo; yo nunca vi mi mundo borroso como un defecto, sino como algo tan mío que era imposible de repudiar.

Sobre la segunda historia, intento vivir todos los días siendo Sol. Intento que todas mis acciones, todas mis palabras, todos mis gestos y mis motivaciones, se alineen con Sol. Pero también, y aquí es donde se conectan estas dos historias, intento que todo lo que mis ojos vean, sea con o sin gafas, también sea lo que vería Sol.

Una vez alguien, a quien amé mucho, me dijo que lo que más le gustaba de mí era que apreciaba lo diminuto. Que yo era consciente de lo rutinario, lo pequeño. Lo que muchas personas verían como insignificante, yo lo veía como algo extraordinario. He conocido a algunas personas así; una de ellas es Catalina Franco, columnista de No Apto.

La virtud de ver las hojas de los árboles como símbolo magno de belleza, de cogerle amor a una rutina, de saborear cada pizca de vida que tenemos, es algo que Sol tendría, si fuera real, y es algo que yo quiero tener el resto de mi vida.

Pienso que muchas veces nos enfocamos en lo negativo. Vemos el mundo en el que vivimos, vemos un país lleno de desigualdad y caos, de violencia y sufrimiento, y nos encapsulamos en el torbellino. Sí, hay una guerra en Ucrania. Sí, muchos gobiernos son completamente incompetentes e hipócritas, y también hay muchos movimientos por la liberación de minorías que tal vez no entendemos, o a los cuales no nos hemos acercado. Está el cambio climático como la más dramática amenaza a nuestras vidas, y también está la ira por la inacción de muchas personas que creemos que deberían hacer algo al respecto. Pero por estar en este hueco no vemos las sonrisas de las personas que nos atienden, no alcanzamos a dimensionar la magnitud que tiene un simple agradecimiento, así sea por lo más mínimo.

En los últimos meses sentí que había perdido a Sol. El invierno en Edimburgo, combinado con una serie de eventos desafortunados en mi vida personal, me distanciaron cada vez más de ella. Pero hoy, que salí de mi apartamento para ir a clase, vi que entre el prado cubierto de nieve había una gaviota. Se me había olvidado por completo que Edimburgo, donde tengo el privilegio de vivir, tiene playa a apenas 30 minutos en bus desde mi casa, y pensé en qué tan hermoso puede ser que un ave que relacionamos con las estaciones calurosas, con el sol, la arena y el pegote del agua salada, tenga la fortaleza de pisar hielo y nieve, y sobrevivir en las condiciones que me llevaron a sentir tanta tristeza y desesperanza hace un par de meses ¿Qué tan hermoso puede ser darse cuenta de que todo es exactamente como debería ser? ¿Y qué tan hermoso puede ser darnos cuenta de la pequeñez de nuestra vida, frente a un universo de posibilidades?

Claro, nunca he sentido lo que es abrir los ojos por la mañana y ver bien. O que mi primer instinto por las mañanas no sea coger mis gafas de la mesa de noche. Pero sí he sentido lo que es ver el mundo a través de los ojos de la compasión, de la escucha, de la verdad y de la sabiduría que implica saber que no lo sé todo. Sé lo que es vivir en el mundo de belleza infinita y no verla, pero también sé lo que se siente ver belleza en todo. Y les invito a que ustedes, también, encuentren su propia versión de Sol. Porque solo así, solo agradeciendo y viviendo en el presente, que es lo único que existe, podremos encontrar no necesariamente la felicidad, sino la paz, que es a lo que creo que los humanos deberíamos aspirar.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/salome-beyer/

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