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Valentina Arango

Acoso sexual: el costo organizacional del silencio

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El término acoso sexual, que había empezado a popularizarse en EE.UU. en espacios académicos en la década de los setenta, tuvo atención legal en 1977 cuando Catharine MacKinnon planteó que el acoso sexual es una forma de discriminación y una violación al Civil Rights Act de 1964[1]. En su libro The Sexual Harassment of Working Women (1979) ella explicó que las mujeres son quienes más sufren los comportamientos constitutivos de acoso sexual y que estos imponen barreras graves que las privan de oportunidades que sí suelen estar disponibles para los empleados hombres[2]. MacKinnon explicó que el acoso sexual era sufrido primeramente por las mujeres y escasamente por los hombres, y por esta razón debía ser entendido como una forma de discriminación con base en el sexo[3].

Algunos estudios refieren que entre 40% y el 46% de las mujeres reportan haber sufrido acoso sexual en el trabajo a lo largo de su vida, contrastada esta situación a la de los hombres, de quienes solo el 16% lo refiere[4]. Sin embargo, algunos estudios indican que estas cifran podrían ser mucho más altas para las mujeres dado el sub-reporte, y refieren que el acoso sexual, dependiendo de la industria, podría afectar entre el 50 y el 71% de las mujeres[5]. Además, hay diferentes criterios de medición que sugieren que los impactos podrían ser más graves de lo esperado dada la sistematicidad de las conductas pues alrededor del 36% de las mujeres entre 30 y 31 años refieren haber sufrido una o más conductas constitutivas de acoso sexual en el año inmediatamente anterior[6].

Frente a esto hay que aclarar que aunque existen ciertas disidencias frente al entendimiento del acoso sexual a pesar de la relevancia en las agendas sociales y la lucha feminista por erradicarlo, hoy sí parece haber un consenso frente a que las conductas ofensivas no tienen que ser repetitivas para que se entiendan como constitutivas de acoso sexual. Incluso algunas cortes en Estados Unidos han trascendido más en el análisis y han adoptado una diferenciación relevante al señalar que el acoso sexual incluye el acoso con base en el sexo, aun si este no tiene la forma de avances o insinuaciones sexuales[7]. Así, al ser una forma de discriminación de las mujeres, el acoso sexual debe tratarse también como una vulneración de la igualdad como derecho fundamental de las mujeres[8].

A pesar de esto, tener claridad sobre algunas de las conductas que pueden estar comprendidas en este fenómeno es de suma relevancia, no solo para dar cuenta de las consecuencias que pueden desprenderse para quienes lo sufren sino para comprender cabalmente las conductas que desean erradicarse de las instituciones por generar consecuencias graves, tanto para el empleador, la víctima, el victimario y los grupos de trabajo. Estas consecuencias negativas son los llamados “costos organizacionales”, que no solo son graves por los daños individuales que pueden delimitarse en cada situación sino por los costos económicos que esto genera directamente para las empresas. Un estudio publicado por ELSA (GenderLab) en el 2021 mostró, en Colombia, Bolivia y Perú[9], que a nivel personal el 72% de las personas sufrieron acoso sexual sintió estrés, el 52% ansiedad, el 47% experimentó dificultades para concentrarse y el 30% tuvo problemas para dormir. Pero más allá de eso, el 28% de las personas que sufrió acoso consideran que su rendimiento laboral fue afectado negativamente y el 17% comenzó a faltar al trabajo o a reuniones de trabajo.

En ese sentido, si no es por el daño que causa a las víctimas el acoso sexual (que debería bastar), por lo menos sí debería ser un motivador importante para las organizaciones establecer programas de prevención y de transformación cultural para aumentar productividad del personal y disminuir rotación al disminuir índices como prevalencia del acoso sexual. Y es que por fin nos dimos cuenta: las personas, siempre y así no quieran, se ven afectadas por las externalidades, y las empresas no son más que el conjunto de quienes la componen.


[1] Frank Dobbin and Alexandra Kalev, “Why Sexual Harassment Programs Backfire”, Harvard Business Review, May-June, 2020, https://hbr.org/2020/05/why-sexual-harassment-programs-backfire.

[2] Anna-Maria Marshall, “Injustice Frames, Legality, and the Everyday Construction of Sexual Harassment”, Law & Social Inquiry, Vol. 28, No. 3 (Summer, 2003): 667, https://www.jstor.org/stable/1215755.

[3] Marcela Abadía, “El delito de acoso sexual en Colombia, discusiones entre feminismos del castigo y feminismos críticos” en Sexo, violencia y castigo, coord.. Isabel Cristina Jaramillo y María Camila Correa (Buenos Aires: Ediciones Didot, RED Alas, Universidad de los Andes, 2020), 129-144.

[4] Frank Dobbin and Alexandra Kalev, “Why Sexual Harassment Programs Backfire”, Harvard Business Review, May-June, 2020, https://hbr.org/2020/05/why-sexual-harassment-programs-backfire.

[5] Rizzo, A. Theodore, Natacha Stevanovic-Fenn, Genevieve Smith, Allie M. Glinski, Lila O’Brien-Milne, and Sarah Gammage, The Costs of Sex-Based Harassment to Businesses: An In-Depth Look at the Workplace, International Center for Research on Women, 2018, 1.

[6] Heather McLaughlin, “Who´s Harassed, and How?”, Harvard Business Review, January 31, 2018.

[7] Daniel Hemel and Dorothy S. Lund, “Sexual Harassment and Corporate Law”, Columbia Law Review, Vol. 118, No. 6, October, 2018: 1595, https://www.jstor.org/stable/10.2307/26511247.

[8] En Estados Unidos el debate giró entorno al Civil Rights Act de 1964, sin embargo, si esto se traslada al ámbito colombiano, la discusión debería estar en el plano constitucional porque al tratarse de una forma de discriminación con base en el sexo, es también una vulneración al derecho a la igualdad consagrado en el artículo 13 de la Carta Política.

[9] El estudio puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.rutaelsa2021.genderlab.io/_files/ugd/c22434_eff6d7ed2597499881771cd73463c29f.pdf

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