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Mis libros suelo marcarlos con mi firma manuscrita y con el año en el que llegaron a mí. Algunos de mis libros dicen: Valentina Arango, 2017; y F. Gómez Giraldo-Biblioteca.
Francisco Gómez Giraldo era el nombre de mi abuelo.
El 2017 fue el año en el que recibí varios regalos (principalmente libros) de su parte. Los regalos, que para mí son la forma de decirle a alguien que ha estado en nuestro pensamiento –que es la intimidad, lo que anhelamos y lo que somos–, fueron su forma de mostrarme el reflejo: el mío, el suyo y el que nos unía.
Recuerdo especialmente dos de sus regalos: De Senectute de Norberto Bobbio y la moneda del señor Volmos.
El primero de ellos es un libro de uno de los autores que, como yo, casi cualquier abogado ha leído. Pero este libro, muy distinto a su obra principal, fue el ejercicio de Bobbio de ubicarse en su propia vejez, en plasmar justamente las ideas que solo esa época de su vida le permitían consolidar. Mi abuelo dejó trazada, en las subrayas de las palabras del autor, los temores que subyacían a su sentirse humano: vivir sin esperanza como laico, no ser capaz de pensar la vida sin la muerte y que se es, principalmente, lo que se recuerda. Dejarme leer sus marcaciones fue, en sí mismo, el presente: ver que aunque temía a la muerte, sentía que la vejez no se escindía del resto de su vida, aunque era consciente de la lentitud impuesta que esta exigía.
El segundo de ellos fue un regalo de un regalo: la moneda de 1780 fue un regalo de parte del señor Volmos, que fue soldado en la Primera Guerra Mundial. Esa pieza de valor sentimental está en mi biblioteca que es mi gran tesoro (así como fue la suya para mi abuelo). El señor Volmos y mi abuelo fueron amigos, y ahora, aunque ninguno de los dos esté de forma terrenal, el regalo que los unió –con generaciones y territorios no propios– permanece entre mis libros como recordatorio de las relaciones sinceras, sentidas y atemporales.
Pienso que solemos relacionarnos para identificarnos en los otros, para buscar en las palabras compartidas la forma de ubicarnos en el plano terrenal que nos hemos trazado. Relacionarme con mi abuelo y sus regalos fue justamente una forma de reconocerme: en las ideas, en el miedo, y en la consciencia de la finitud de la propia vida.
Admiré principalmente su brillantez y su capacidad para hacer grandes amigos, quienes aún después de su muerte siguen estando presentes (y esto es solo la muestra de lo que decía Bobbio, y que hizo suyo mi abuelo: se es lo que se recuerda). En lo segundo puedo identificarme: el valor de la amistad trasciende para mí casi cualquier cosa.
Pero así como admiré esas facetas, también identifiqué, en ese reflejo, que su frialdad podía permearme. Así como en su caso, mis sentimientos no siempre están alineados con mi expresión: en ocasiones alejo a quienes más quiero y con quienes más quiero compartir a través de las formas que naturalmente se me dan como estrategia de desapego. Ahí, en ese reflejo –que es solo el miedo a la permanencia–, vive mi abuelo en mí.
Una de las subrayas de aquel libro que recibí en el 2017 dice que lo que no tiene principio ni fin es lo eterno. La eternidad en mi caso y en el suyo, fuera del miedo, ha estado dada por las palabras: las que permiten ahondar y mostrar quiénes somos, pero principalmente las que son el canal para llegar y amar a otros.
El verdadero regalo de mi abuelo en los años en los que tuve su reflejo terrenal fue enseñarme que las palabras pueden ser el vehículo para alinear los sentimientos y el pensamiento como la coherencia con el mundo que nos creamos diariamente y la ruta para relacionarnos con el otro. Hoy suspiro, vuelvo a mis palabras, y me abordo en el reflejo –el propio, el de mi abuelo y el conjunto– como si este fuera eterno.
Abuelo, no te dije, pero compartimos el miedo a perdernos de las palabras.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/