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Abrazar la incertidumbre

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“Evidentemente, todas las vidas son un proceso de demolición”.

F. Scott Fitzgerald.

Esta semana dos amigos enterraron a su papá y otro estuvo a punto de despedir a su mamá. Una amiga enfrentó de nuevo una cirugía complicada que le realizaron a su hermano, de la cual, afortunadamente, salió exitoso.

Esta semana pensé en la importancia de decir las cosas a tiempo. De vivir a tiempo. De no dar por sentada la existencia. Es difícil. La vida se convierte imperceptiblemente en un trámite de actividades, en la gestión de la supervivencia. En el cumplimiento de una rutina en la que, casi siempre, lo último es el disfrute. Olvidamos completamente lo esencial. Que vivir es un regalo, un milagro. Que nada es ni será para siempre. Sólo existe algo seguro: el instante en el que respiramos y, algún día, la muerte.

La vida es lo que ocurre mientras hacemos planes para el futuro, creyendo que el tiempo nos va a alcanzar. En enero hablé con varios amigos para vernos. Ya es agosto y no hemos cuadrado ni media hora para tomar un café. Me parece demoledora esa certeza de que, aunque no lo sienta, el tiempo sí transcurre. Todo pasa y lo que van quedando son los recuerdos que, en retrospectiva, nos producen nostalgia y la sensación horadante de que pudimos haber vivido más, sentido más, amado más, gozado más, abrazado más. Nunca será suficiente. Este camino, a veces tan nublado, es bastante corto y, generalemente, nos damos cuenta cuando ya es demasiado tarde.

Tengo una amiga muy cercana que va a morir pronto. Lo sé porque tiene una enfermedad incurable. Pude verla hace unos días y entregarle una carta en la que le daba las gracias por su amistad y los buenos momentos. Ella, en su infinita sabiduría, aun con las afectaciones de su enfermedad, descubrió un error gramatical en mi redacción. Fue sublime. El instante quedó grabado en un video y ese será uno de los recuerdos que más me acerquen a ella cuando no esté. Verla así, con su fragilidad y vulnerabilidad más latentes que nunca, pero leyendo con atención cada una de mis palabras, es un regalo que me deja. La constatación de que la vida se vive hasta el último respiro e, incluso en las circunstancias más difíciles, podemos encontrar sosiego en cómo los otros nos ven y nos recuerdan.

Es la forma más bella y perfecta de inmortalidad: ser recordados. Morir rodeados de un amor verdadero. A su lado, mientras leía la carta, estaba su esposo acomodándole cada ciertos segundos las gafas.

Pensé en esto, en lo incierto y en la complejidad de una vida humana, en todo lo que hay detrás, en lo que la colma y la envuelve, y en aquello que la debilita, la destruye. Hay un libro muy bello de Emmanuel Carrère —De vidas ajenas— sobre diferentes circunstancias que viven dos familias, en el cual habla de la enfermedad no como algo externo sino como algo que es parte de uno. Las células malignas o estropeadas nos habitan, somos nosotros mismos esa enfermedad que nos consume y no hay nada que podamos hacer para evitarla.

En nosotros existe y cabe todo. Somos de manera simultánea un ente de vida y de muerte. No hay escapatoria. Sin embargo, anhelamos a veces una pausa del ritmo agitado que nos consume el día a día, una respiración consciente antes de abandonarnos por completo a una pasión o a una tarea. Soñamos con otras vidas, con las alternativas de otros senderos, con las consecuencias de una decisión diferente a la que tomamos. Pero es en vano. No hay manera de saber cómo habría sido de otro modo.

Tal vez esa es la forma más humana que tenemos de pellizcarnos cada tanto y recordarnos que la vida es ahora: derrumbándonos ante la incertidumbre y abrazándola.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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