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Tenía doce años la primera vez que me choqué con la realidad política del mundo. Ese fue el momento en el que en la mesa del comedor de mi casa empezamos a hablar de los migrantes venezolanos que llegaban a Medellín, del Chavismo, de Nicolás Maduro.
Si mi memoria no me falla, lloré todas las noches durante dos meses porque no entendía por qué tenía tantos privilegios. Era incomprensible para mí que pudiera seguir yendo al colegio todos los días, o disfrutar de una familia unida que vivía en la misma ciudad. Que siguiera componiendo canciones, yendo a clase de piano, leyendo los libros que me gustaban, jugando voleibol, escribiendo en mi diario en las noches sabiendo que en las mañanas me iba a despertar mi padre con un beso en la frente.
No entendía cómo yo tenía tanto mientras niñas iguales a mí, pero nacidas en el país vecino, lo habían perdido todo; habían tenido que empacar sus maletas y emprender un camino hacia Colombia, Panamá, Estados Unidos, o España; o se habían tenido que quedar en un país en el que el futuro brillante con el que soñaban se les escapaba cada vez más de sus manos.
Suena extraño que me haya dado cuenta de esto a través de la situación venezolana, sabiendo que en Colombia tampoco se les garantiza a los niños una educación de calidad, las tres comidas al día, ni un techo sobre sus cabezas.
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Cuando le confesé la razón detrás de mi tristeza, mi padre me abrazó. Fue ahí, con mis lágrimas sumergidas entre las arrugas de su camiseta, la primera vez que escuché lo que ha guiado cada una de mis acciones, ambiciones, y esfuerzos. “Mona, te lo aseguro que no vas a poder hacer nada por Venezuela, ni por los venezolanos. Tú no vas a cambiar el mundo, pero sí puedes ayudar a quienes están a tu alrededor.”
Me explicó que la vida era como los sapitos que hacíamos en el agua al tirar piedras planas para que rebotaran, generando círculos danzantes a su paso. Con esos sapitos yo no iba a vaciar el lago, el mar, o la quebrada. El agua, en su mayoría, permanecería ahí, aunque algunas gotas se escaparían para la orilla. Pero sí podía generar unas vibraciones que a los peces de abajo les asustaban; podía cambiar la forma del agua por un instante.
No voy a escribir sobre las elecciones venezolanas, pues ya hay muchos más expertos que yo haciéndolo. En cambio, quiero escribirle, desde el fondo de mi corazó,n a todos los venezolanos y colombianos que lean estas palabras.
Me duele en el alma que el egoísmo de unos pocos haya destruido el país que algún día todos queríamos visitar. Por su belleza natural, su riqueza, la calidez de su gente, sus negocios, nuestro idioma común.
No hay palabras para describir lo que, en pleno siglo XXI, se asemeja a las dictaduras de las que he aprendido en la universidad, caracterizadas por represión política, corrupción y silenciamiento de los divergentes.
Quiero disculparme en nombre de todos los que, en Colombia y en el mundo entero, los han discriminado, vulnerado y ridiculizado. A los seres humanos nos falta mucha humanidad, y lamento profundamente que apenas ahora estén viendo movimientos masivos en redes sociales apoyando a Venezuela, muchas veces desde las mismas personas que no los han bajado de “venecos”, “acomodados” o “culpables de su propia miseria”
Porque los ojos del mundo entero debieron haber estado en los venezolanos hace muchísimos años y esa complicidad internacional, en la que me incluyo, ha llevado a que ahora, apoyar a Venezuela, no sea mucho más que una moda.
Su sufrimiento, su democracia, su gente, su cultura y su lucha no deberían ser los temas del momento. Deberían ser los temas de todos los momentos, desde hace muchos años.
La discriminación que han vivido en carne propia, los trabajos que les ha tocado tener luego de huir de un país fracturado, y la separación con sus seres queridos están en mi mente y en mi corazón constantemente. Realmente, no puedo imaginar el dolor con el que cargan y, a pesar de él, siguen luchando. Desde crear una vida nueva lejos de su cuna, hasta encontrar la manera de exigir un cambio en un país en el que pareciera que los votos no valieran nada.
La vida no debería ser una lucha, me dijo alguien hace algunos años. El vivir dignamente no tiene por qué ser un esfuerzo constante, no tiene por qué crucificarnos ni exigirnos aguante. Entonces, a Venezuela, le pido perdón. Y le prometo que haré todo lo que está en mis manos para ayudarlos en lo que es una injusticia infinita.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/