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Día de por medio me cuestiono la importancia de tener ojos, sobretodo en una sociedad que constantemente me demuestra que sólo sabemos ponerlos en los lugares más reprobables. Me cuestiono si mis ojos me dan la libertad de ver el mundo por lo que es, o si me condenan a verlo por lo que me han condicionado socialmente.
La paradoja de que nuestra vista pueda enceguecernos es una invitación a una reflexión sobre cómo percibimos el mundo y cómo nos relacionamos con él. En nuestra sociedad, estamos inmersos en una cultura visual donde las pantallas y las apariencias ejercen un dominio sobre nuestras vidas y nuestra conciencia. En nuestro afán por estar conectados y ser parte de esta realidad digital, perdemos la sensibilidad para apreciar lo que verdaderamente importa.
Nos dejamos llevar por las apariencias y las ilusiones que, desafortunadamente, han adquirido un poder social desmedido debido a la ignorancia colectiva. Nos sumergimos en un mar de imágenes yuxtapuestas, constantemente bombardeados por información visual que moldea nuestra percepción de la realidad. En este proceso, nos desconectamos de nosotros mismos y de los demás, priorizando la superficialidad sobre la autenticidad.
Es en este contexto donde el ego, ese enigmático constructo interno que nos impulsa a buscar validación y placer, juega un papel crucial en esta dinámica. Nos volvemos esclavos de nuestros propios deseos egoístas, persiguiendo la gratificación inmediata y el placer hedonista. Caemos en la trampa de anhelar la aprobación y el reconocimiento superficial en lugar de buscar una comprensión profunda y significativa.
Sin embargo, ¿qué sucedería si nos pudiésemos enceguecer? ¿Qué pasaría si nos abriéramos a una percepción más allá de los límites de lo visible? Los grandes maestros espirituales tienen la respuesta. Al perder la vista física, nuestros otros sentidos se agudizan y nuestro ser interior se expande. En ese espacio de «ceguera», podemos empezar a apreciar la verdadera esencia de las cosas y conectarnos con los demás a un nivel más profundo; como dichos maestros, que en sus prácticas meditativas se adentran en cuartos oscuros por largas jornadas de tiempo para después emerger y experimentar una profunda emoción al recordar la sensación cálida del sol y contemplar las innumerables maravillas visuales de nuestro mundo incomprensible; maravillas que a menudo damos por sentado al tener la mente dispersa en todas partes, excepto el presente. Normalizamos el placer inmediato y lo perseguimos como ratas sedientas de cocaína, hasta el punto que ningún placer cotidiano nos logra ‘drogar’ de la misma forma.
Al desprendernos de la ilusión visual, comenzamos a experimentar una conexión auténtica con el mundo y las personas que nos rodean. Nos damos cuenta de que las relaciones verdaderamente valiosas no se basan en la apariencia externa o en la búsqueda insaciable de placer, sino en la autenticidad, la empatía y la comprensión mutua.
En este estado de «ceguera consciente», abrimos la puerta a una percepción más clara y significativa de la realidad. Nos liberamos de la tiranía visual que nos distrae y nos sumerge en la superficialidad. Al dejar de anhelar el placer momentáneo y hedonista, nos abrimos a una satisfacción más profunda y duradera, a un gozo que emana desde lo más auténtico de nuestro ser.
La esencia de un ser humano va más allá de cualquier categoría. El alma, en su esencia, no se ve afectada por ninguna característica externa; es infinitamente intangible. En vez de juzgarnos a nosotros mismos y a los demás por una fachada, una simple crisálida de la que la mayoría no emerge, empecemos a cultivar un fruto que sí trascienda nuestra vida efímera e importancia diminuta.
Es imperativo que adoptemos una perspectiva más trascendente en relación con la sociedad y con nosotros mismos, dejando de lado las distracciones superficiales, para dirigir nuestra atención hacia aquello que realmente posee importancia sustancial.
Que esto sea una invitación a cuestionar nuestras prioridades y a revaluar cómo interactuamos con el mundo. Al permitirnos ver más allá de las apariencias y las distracciones visuales, podemos cultivar conexiones más auténticas y significativas, y encontrar un sentido más profundo de plenitud y realización en nuestras vidas.