En la década del cuarenta del siglo pasado, años de suma crispación partidista y debilidad democrática, hubo dos hombres —uno en cada orilla del espectro político— que se declararon una enemistad profunda: Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez. Su rivalidad fue feroz, pública y sostenida durante años. Pero incluso en medio de sus recriminaciones y diferencias, ambos compartían una convicción: que Colombia debía ser un país con instituciones sólidas y una democracia capaz de resistir el autoritarismo.
En 1953, mientras Lleras regresaba de la OEA para asumir la rectoría de la Universidad de los Andes, Laureano, enfermo y exiliado en España, veía desde la distancia cómo el poder era asumido no de facto, sino con la connivencia y aprobación de amplios sectores políticos, empresariales y eclesiásticos, por un militar populista: el general Gustavo Rojas Pinilla. Su golpe de Estado del 13 de junio de 1953, avalado incluso por el Congreso, fue recibido como una salida a la violencia bipartidista, pero pronto derivó en un régimen personalista que buscó perpetuarse en el poder. Inspirado en los modelos regionales de Pérez Jiménez en Venezuela y Perón en Argentina, Rojas fue capturando la ya debilitada institucionalidad colombiana.
Frente a ese intento autoritario, Lleras asumió la vocería de la oposición y comprendió que el único camino para frenar a Rojas era la unidad nacional, incluso con su viejo adversario. Así, el 24 de julio de 1956, viajó a Benidorm (España), donde redactó junto a Laureano Gómez la histórica Declaración de Benidorm, que abrió la ruta hacia la reconciliación entre liberales y conservadores. Un año después, el 20 de julio de 1957, firmaron en Sitges un segundo acuerdo que consolidó la fórmula de gobiernos de unidad y alternancia. Tras la caída de Rojas, Lleras Camargo encabezó el primer gobierno del Frente Nacional.
Contrario a lo que algunos repiten como dogma, esos años fueron de enorme utilidad: se desescaló el conflicto, se recuperó la estabilidad política y se fortaleció la institucionalidad, evitando que Colombia cayera bajo una dictadura prolongada. Dos hombres que se odiaban entendieron que el deber con la patria estaba por encima de cualquier diferencia. Y lo cumplieron.
Hoy, Colombia enfrenta un desafío similar. El gobierno de Gustavo Petro ha minado la confianza institucional; la corrupción campea, los carteles dominan amplias zonas del territorio, y la salud y la seguridad están debilitadas.
Sin la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe, Colombia se habría precipitado hacia el abismo del fracaso estatal. Sin los avances diplomáticos y económicos del gobierno de Juan Manuel Santos, no habría alcanzado estabilidad ni reconocimiento internacional. Ambos, con aciertos y errores, aportaron al progreso nacional.
Pero hoy su distancia personal y su incapacidad de encontrarse pesan más que sus logros. Dos hombres que dieron lo mejor de sí por el país son incapaces de sentarse a conversar por él. Y mientras la crispación política crece, la polarización se profundiza y el Estado se debilita, su rivalidad sigue marcando el tono de una nación que necesita reconciliación y liderazgo, no resentimiento.
El momento exige grandeza. No se trata de coincidencias ideológicas ni de pactos de poder, sino de comprender que hay horas en que la historia demanda gestos que trascienden las heridas. Lleras y Laureano pudieron hacerlo en una Colombia más rota y más sangrante.
¿Por qué Uribe y Santos no?
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