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Pequeños gestos de humanidad

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Recordé una escena que me ocurrió cuando tenía aproximadamente ocho años. Fui con mi papás y mis primas a un restaurante de El Retiro, Antioquia, en el que había un mostrador lleno de golosinas. Nosotras siempre nos acercábamos y elegíamos alguno. Había unos más costosos que otros y la decisión era difícil pues nos dejaban comprar sólo uno.

Pero un día se acercó un mendigo: un hombre sucio, de ropa rota y pelo enmarañado, y le ofreció a mi mamá un billete de 5.000 pesos (demasiado para ese momento) y le dijo que nos quería invitar. Por supuesto ella se negó y le insistió en que no era necesario, que guardara el dinero. Pero él fue más insistente aún: “Ya mi vida no vale nada”, dijo. Aunque me daba un poco de temor lo miré a los ojos. Finalmente mi mamá aceptó el dinero y nos dijo: denle las gracias al señor. Estiré la mano para estrechar la suya y le agradecí. Su mano parecía una mantequilla, húmeda y lisa por la grasa y la suciedad acumuladas. Pero no me dio asco. Sentí (sin saberlo porque lo comprendí después) que había desbloqueado un nuevo nivel de cercanía con un ser humano igual a mí, pero en una situación de vida diferente.

Ese día descubrí el abismo que nos divide a todos. La falta de oportunidades que tiene la mayoría, lo invisibilizados que son aquellos que, por diversos motivos, llegan a la calle a padecer la existencia buscando algún gesto de humanidad en los otros. Ese hombre no nos pidió nada, quiso regalarnos lo único que poseía. Fue, tal vez, su último gesto de humanidad, pues no creo que haya vivido mucho tiempo después del suceso. En su cara se veían el dolor y el desarraigo de su existencia. Era un despojado. A mí me marcó.

En Colombia la pobreza está en cada esquina. Se puede mirar en los rostros de otros cada pocos metros. Es fácil andar en el carro con los vidrios oscuros cerrados, fingir demencia cuando se acerca alguien a pedir en un restaurante al aire libre, voltear la mirada cuando hay contacto directo con la cara del desdichado. Sin embargo, la realidad del país en el que vivo es imposible de esconder y no me acostumbro. No me acostumbraré nunca. Sí, hay unos que se rebuscan la vida y logran salir de la pobreza aun con todo en su contra, pero hay millones que no. No obstante, aquí aplaudimos al extraordinario y abandonamos al ordinario. Como si vencer la pobreza fuera una competencia. Mientras quienes nacimos por azar en mejores condiciones decimos desde lejos y por encima del hombro: “El que quiere puede”.

No me acostumbro a que tan pocos tengamos tanto y tantos tan poco; ni me parece normal ni deseable que podamos coexistir en un mismo pedazo de tierra más de cincuenta millones de personas en el que, la mitad, vive con menos de 5.000 pesos al día. La misma cifra que aquel señor nos ofreció para que compráramos caramelos. Y eso por mencionar sólo una de tantas injusticias que padecen los más pobres.

Aquel hombre tenía razón. La vida no vale nada. Un estudio reciente dio cuenta de que 560.000 niños sufren de desnutrición crónica y más de quince mil desnutrición aguda. Más de ocho millones de personas son víctimas del conflicto armado y, todavía, hay quienes insisten en la continuidad de una guerra para seguir enviando jóvenes a una muerte segura, en vez de transitar el doloroso, pero no mortal, camino de la paz y la reconciliación.

Ser colombiana es agobiante. Es llevar a cuestas una bandera que pesa y poco enorgullece. Por eso aquí nos contentamos con logros loables, pero que no cambian nada: que Egan Bernal ganó un Tour de Francia, y Mariana Pajón, tres medallas olímpicas. Que Shakira batió más de veinte récords con sus últimas canciones, que Linda Caicedo juega en el Real Madrid; todo muy positivo, pero irrosorio para un país que necesita de héroes cotidianos. De nosotros.

Yo me seguiré aferrando a esos pequeños gestos de humanidad en los que encuentro cada día un poco de la esperanza que hace tanto tiempo siento lejana: en un mendigo que les compra dulces a unas niñas, en la señora que abrazó a una mujer joven que lloraba en una acera, en el hombre que pide monedas en la calle para alimentar a su perro antes que a él, en quien elije no pitarle a otro desde el carro, sino tener paciencia porque la calle es de todos, en los militares cuando se unen para rescatar niños perdidos de la selva aunque las probabilidades de encontrarlos vivos sean escasas, en quienes observan la vida con consciencia y empatía y no de forma déspota e indiferente. En quienes no se acostumbran a sus lujos y no los ven como un regalo divino, sino que comprenden el milagro aleatorio que es la existencia.

Sí, me quedo con eso. En un mundo que se escandaliza más con las rupturas de las parejas de artistas famosos, que por las altas temperaturas que está registrando la Tierra por primera vez en 120.000 años, donde 700 millones de personas viven en la pobreza extrema sin comida, y algunas sin agua, pero se pone la atención en un millonario excéntrico que invierte y derrocha su fortuna para buscar agua en Marte como si aquí no hubiera a quién salvar, me sigo y me seguiré aferrando a ese camino empedrado que es pensar en los otros, mirarles a la cara y abrazar su sufrimiento como si fuera el propio. Como dijo Borges: “podría ser al contrario”.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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