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A Felipe le decíamos el Mecha. Nadie sabe muy bien desde cuándo ni por qué. Algunos dicen que por su motilado, otros que por su genio. Es que vea que ese verraco una vez les botó un balón a los del combo de Lucho que nos ganaron la cancha. A ese man le entró una rabieta y chutó eso con todas las fuerzas pa’ allá pa’ abajo. Pero también es que tenía una mechita en el pelo que a veces decoraba con chakiras de los colores del Nacional. Quién sabe. El caso es que le cuento esto en pasado porque yo a él no lo volví a ver, pero no porque ya no esté. Yo soy positivo, así digan que él se transformó en un número. No le sé decir si el 10, el 521 o el 6.402. ¿Usté qué número escogería ser?

Yo mantenía allá donde doña Estela, la cucha del Mecha. Es que ese man y yo andábamos pa’ arriba y pa’ abajo juntos y esa casa quedaba subiendo por la mía, como a diez minutos. Ellos vivían los dos en un piso lleno de matas de todos los tamaños y colores. “Esta es una albahaca-canela, muy buena para la gripa”, decía doña Estela. La casa quedaba metida entre varios árboles altos como edificios. En ellos a veces llegaban pequeños miquitos que se arrimaban a comer plátano y otras migajitas que les dejaban en el bordito del balcón. Ese Mecha hasta se llegó a encariñar con uno de esos. Le puso nombre y todo dizque René en honor al arquero del verde. Tenía como una manchita en la barriguita que hacía fácil distinguirlo. Lo más de bonito ese miquito. Y muy vivo ese verriondo, no crea. Quién sabe qué se harían esos animalitos. Nunca los volvieron a ver.

Ya hace diez años que no vuelvo a esa casa. Me fui del barrio porque me salió un camellito bueno en otro lado. Llevo quince años manejado volqueta y con este trabajo me pude comprar una mejorcita gracias a Dios. Al Mecha no le alcanzó a tocar. Ese día que no se despidió los dos éramos pelaos. Ese día que nadie ha sabido decir pa’ dónde cogió. Ese Mecha era bravo, sí, pero no tanto como pa’ hacerse matar. Esos que más ladran siempre son los más gallinas y los más débiles. Como los chihuahuas. El caso es que, la verdad, no me importa el camellito, yo lo que quería era desentenderme un rato. Abrirme pa’ otro lado.

Fue el 23 de abril de 2013 la última vez que estuve con doña Estela. Nos volvimos muy cercanos. Y más lejanos. La angustia compartida de esos primeros días, meses y años nos mantenía pendientes el uno del otro. Compartíamos lo que sentíamos y todo lo que intentábamos averiguar por ay’. Pero cuando los años fueron pasando ya no había nada que averiguar y no hacíamos sino acordarnos el uno al otro de los tiempos en los que el Mecha estaba por ay’. Es que no había otra cosa que incertidumbre. Eso de usté no saber nada. Eso de no poder preguntar. Eso de tener que negarse a ver lo que puede estar. Usté contar cada minuto y ver en los números pares una esperanza de escuchar la puerta sonar, una llamada entrar, un aviso llegar o algún conocido gritar: “¡Mechaaa!, ¿qué más?”. Ushhh no, eso es muy bravo.

Encontrarnos era recordar lo que ni siquiera sabíamos si teníamos que empezar a soltar. Ese día, con un sol bravo como si hubiera algo que celebrar, le conté que me iba a mudar. Amable como siempre, entendió mi decisión y hasta me dio una platica que para adaptarme al nuevo lugar. “Muy bueno que se vaya, mijo. Yo sí es que prefiero esperar por acá. Uno nunca sabe y mejor prevenir, ¿no cierto? No vaya a ser que llegue y yo no esté o que me pidan plata para soltarlo y no me encuentren o que me llamen por fin de alguno de los juzgados o que vengan de Bogotá con listas y datos para llenar o que me llegue alguna carta de otro país o que, o que, o que…”. Juemadre, yo no es que lo quiera abandonar, pero es que yo creo que las mamás nunca se van a cansar de esperar. Yo no me podía arriesgar. Ya me tocaba avanzar porque también tengo mamá y pronto seré papá.

Aunque fue difícil hacerme avanzar. Esa noche que no llegó al partido y tampoco a la casa yo salí con doña Estela a todos lados. No teníamos celulares ni un lugar a donde llamar. Le preguntamos a Rubén el dueño del bar, a Óscar el de la ruta escolar, a Jacinta la de los jugos y a todo aquel que siguiera con la luz prendida a esa hora. Hasta que nos dijeron que no más. “Es mejor que no sigan jodiendo por ay’ y dando lora”, dijo ese policía que de vez en cuando subía a chismosear. Eso nadie nos daba señal, incluso haciéndonos los güevones con esas amenazas que ganábamos por buscar. En esas nos íbamos a quedar y nos quedamos hasta que me sonó ese celular.

Mi prima Salomé me llamó hace cuatro días. La voz se le quebraba y no quería soltar lo que me iba a contar. Me dijo “no te vayas a chocar, virgen santísima. Primo, doña Estela murió”. Que el cáncer se la había llevado de una. En un segundito. Cuatro meses no más. Pero yo siempre supe que a ella se la fue llevando despacio la fuerza arrasadora de la falta de respuestas. En este país la tristeza ha matado a más gente que las armas, pero eso es algo que no se puede diagnosticar ni sumar con cierta cantidad. Es una muerte en soledad que el cuerpo ya no logra aguantar y busca cualquier excusa para dejar de funcionar. “Qué tristeza, primo. Se fue ella sin saber si se lo va a encontrar allá arriba”. Jamás se cansó de buscar.

Yo sigo acá. Avanzar no es olvidar. No volví a conseguir amigos. Me alejé de los que tenía en el bar. No por las polas o el vicio eventual, sino porque yo no me iba a poner a sufrir más. Pa’ qué conocer más gente si a uno le toca ponerse a buscar, agarrar a pensar o tener que asistir a un entierro más. A veces creo que el Mechita se fue con los miquitos a un mejor lugar. Uno donde no haya que buscar a un amigo bajo toneladas de escombros. Uno donde no haya que ponerse a rezar por nosotros, los pecadores que nos hacemos llamar humanidad.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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