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Genio, visionario, innovador, excéntrico, divertido, generoso, pero también narcisista, avispado, criminal, sin escrúpulos, mujeriego, homofóbico, financiador de la Cosa Nostra y amigo de déspotas como Gadafi, Putin y Erdoğan. El presidente Silvio Berlusconi, que falleció el lunes, fue el determinador de la política italiana durante los últimos 20 años y concentró en su figura gran parte del poder económico, financiero, mediático y deportivo del país.

Cambió para siempre la cultura popular italiana que empezó a parecerse más a los programas de sus canales televisivos. Modeló Italia de acuerdo a su imagen y semejanza, sin encontrar una oposición real y eficaz. No solo mantuvo la derecha secuestrada, sino también a la izquierda que ni cuando estuvo en el poder quiso desmantelar las reformas “ad personam” que había implementado Berlusconi; siempre prefirieron llegar a acuerdos con el magnate. La oposición solo fue un ejercicio de retórica, un fraude político.

No hay que negarlo: Berlusconi transportó Italia hacia la modernidad. Con el beneplácito de Bettino Craxi y el partido socialista (quien gobernó durante años con la Democracia Cristiana), Silvio Berlusconi rompió el monopolio de la televisión pública cuando fundó la televisión privada. Cambió así para siempre los gustos de los italianos.

Cuando la operación anticorrupción Manos Limpias, liderada por los fiscales de Milán, acabó con el sistema de partidos y llevó a la cárcel o al exilio a quienes eran sus padrinos y protectores, Silvio Berlusconi decidió lanzarse en política. Lo hizo más por amor de los intereses económicos de su imperio que por amor del país, como había declarado. Sin embargo, innovó el lenguaje y las formas de la política. Volvió la política divertida y entretenida; la volvió espectáculo, cuando antes solo se practicaba en el secreto de los directorios de partido utilizando un lenguaje barroco, ofuscante, incomprensible a los demás. Volvió la comunicación política cercana a los problemas de la gente, cuando antes la misma era el arte de la no comunicación.

Creó el partido Forza Italia empleando los códigos de la publicidad y del marketing. Se apropió del grito con el que todo un pueblo animaba a su selección durante la Eurocopa y los Mundiales. Centró el ejercicio de la política en su carisma y marca personal, como ya en el mundo habían hecho líderes como Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Bill Clinton. Su victoria en 1994 fue un plebiscito y un verdadero tsunami político. Nació la Segunda República. Berlusconi declaró, “Soy un ungido del Señor”.

Fue un pionero del populismo contemporáneo, un precursor de Donald Trump y Boris Johnson. Durante dos décadas, su popularidad se consolidó gracias a sus posiciones antiestablecimiento, su frustración con la cultura oficial, su inclinación por romper permanentemente las normas (consideraba el fraude fiscal un motivo de orgullo). Asimismo rompió el código moral católico de un país superconservador (se volvieron virales sus cenas bunga bunga, frecuentadas por modelos y menores). Pero cada escándalo solo incrementó su popularidad y la afición de sus secuaces.

En el imaginario colectivo de los italianos, Berlusconi encarnó los ideales del individualismo, del hombre hecho a sí mismo, perseguido por el sistema de poder tradicional. Al presentarse como víctima y mártir de la institucionalidad, muchos italianos se identificaron con él y consideraron su vida pública y privada inspiradora y una aspiración. Su libertinaje era secretamente envidiado por una gran cantidad de personas, no solo hombres. Por eso, cada escándalo, cada nuevo proceso judicial, solo aumentaron su popularidad.

Así que a los italianos no les importó si su poder y éxito fueron acumulados a costa de la ética del todo vale. Berlusconi fue un hombre condenado por fraude fiscal y un empresario que se relacionó con la mafia. En los años 70, cuando el secuestro de personas era frecuente, Berlusconi temía que su familia pudiera ser víctima del crimen organizado. No buscó la protección del Estado, sino de la Cosa Nostra. A través de la intermediación del empresario Marcello Dell Utri, su amigo y gerente de su agencia de publicidad Publitalia, Berlusconi se reunió en su residencia con el padrino de la mafia de Palermo, Stefano Bontate. Silvio, satisfecho por la propuesta hecha por la mafia, financió cada año con 50 millones de liras a la Cosa Nostra hasta la víspera de su elección como primer ministro de Italia. Además, contrató para trabajar en su villa al mafioso Vittorio Mangano, que según el fiscal Paolo Borsellino (asesinado por la mafia en 1992), era el enlace de la Cosa Nostra con el mundo empresarial del Norte de Italia. Marcello Dell Utri fue condenado a siete años de cárcel por haber sido el mediador entre Berlusconi y la Cosa Nostra. En cambio, Berlusconi siempre fue muy hábil en su driblaje judicial. Tuvo treinta procesos en su contra, y solo una condena definitiva.

En última instancia, Silvio Berlusconi fue quizás una enorme oportunidad perdida para Italia. Prometió crear un país moderno y gobernar con valores liberales. Sin embargo, sus sombras prevalecieron sobre sus luces. La promesa no se hizo efectiva y sus intuiciones no se cumplieron. Solo se preocupó por sí mismo, su imagen (de la cual estaba obsesionado) y sus empresas. Se convirtió en un obstáculo para la verdadera modernización de la política, fomentando su trivialización y radicalizando la polarización alrededor de su persona. Más que un proyecto terminado, hoy se encuentran los escombros de su omnipresencia durante los últimos veinte años.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/aldo-civico/

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