De qué hablo cuando hablo de amor

De qué hablo cuando hablo de amor

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De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver es un cuento que se queda corto frente a la genialidad de su título, ya que Carver explora la pregunta con algo de aridez. No se permite el romanticismo que nos permitiremos tú y yo hoy. Carver evita, en la cena donde se desenvuelve la historia, entregarle al lector un monólogo largo y reflexivo. Se atreve, apenas, a señalar las contradicciones del amor, donde la pasión desenfrenada, los actos indefendibles y las justificaciones incesantes se cobijan bajo su manto. Y quizás lo más sorprendente, piensa Carver, es que esa eterna llama se atreve a extinguirse.

Pero yo quedo, y quizás fue la intención de Carver, queriendo saber de qué hablamos cuando hablamos de amor. Cuando yo evoco el amor, así desde lo más adentro de mi ser, ¿qué me estoy atreviendo a llamar?

Todos hemos amado, ¿verdad, lector? El amor se manifiesta en segundos simples, abrazos sorpresa, impulsos cariñosos, desayunos espontáneos y amores febriles. Está ahí: cálido, potente, miedoso. Es tan miedoso que conozco personas -yo también he sido una de ellas por momentos- que se han declarado inmunes a sus espantos. Es inconcebible volver a entregarle al corazón ese poder terrible de destruirnos en sudores de pasión, noches en vela y presiones inaguantables.

Eso es quizás lo que sentimos cuando lo experimentamos: un poderoso enemigo invasor en nuestra lucha por el libre albedrío. Una partitura, una coreografía que se esconde en el corazón y se extiende a nuestros brazos y labios. En ese acto del verbo amar, una constante se distingue de otros verbos por su prometida permanencia. Nadie ha amado con la intención de dejar de hacerlo en algún momento. Eso es lo que sentimos cuando sentimos amor.

También todos lo hemos expresado. En algunas cartas cursis, por ejemplo, de las que solo pocos adolescentes todavía se han salvado. O en promesas eternas, envueltas en el silencio de la noche cuando el tiempo se promete infinito y las circunstancias, por algún tiempo, parecen permanentes. También en los cariños ocultos, invisibles para el amado y en los mensajes sorpresa, en los regalos acertados, en las manifestaciones naturales por las que también se vale querer. Eso es lo que expresamos cuando expresamos amor.

O también lo hemos avistado de lejos. Lo podemos admirar en nuestros abuelos, con su lealtad inverosímil. O en las caminatas solitarias, donde se admiran a los amantes bailar alrededor el uno del otro, en un deambular que parece más un juego que un andar. También lo reconocemos en el estrés de los buenos amigos, cuando los celos o las inconveniencias rutinarias les roban toda su tranquilidad, porque amar implica una complicidad inquebrantable. Un pacto que, si se pone en peligro, es como si nos arrancaran un pedazo del alma. Eso es lo que observamos cuando observamos el amor.

Pero no nos hemos atrevido a hablar del amor, porque nos pone en una situación incómoda. Sentir y expresar son mundos activos, permisivos y hasta fluidos, diría yo. Por otro lado, observar te permite la pasividad lejana, el silencio solitario y cómodo. Hablar no nos permite entregarnos a las pasiones del amor, porque ya no estaríamos hablando del amor, estaríamos hablando de sentir el amor. Tampoco podemos quedarnos reservados en el lujo de la pasividad, porque volvería al amor lo que jamás puede ser: un asunto indiferente.

Entonces vamos a hacer algo, querido lector. Yo te voy a contar lo que hablo cuando hablo de amor. Y lo que nos vamos a prometer es que, aunque ese sentimiento ardiente promete similitudes en todos los corazones, vamos a entender que, para ti, para mí y para Carver, lo que hablamos cuando hablamos de amor son cosas distintas. Y espero, querido lector, que como yo te conté lo que hablo cuando hablo de amor, tú se lo cuentes a alguien.

Cuando hablo de amor, me refiero a la tranquilidad cómplice y a una compañía fácil. Si estuviera hablando de amor contigo, evocaría mañanas envueltas en silencio, música acústica y proyectos conjuntos. Un rompecabezas, una pared por pintar, un libro por terminar. Te hablaría de cómo se cogen las manos en los tránsitos cotidianos: del apartamento al carro, del carro a la tienda, del parqueadero al ascensor en una cursilería confabulada. Querido lector, te contaría entre sorbos cómo se trata a veces de sueños tranquilos, quizás condenados para siempre a la ficción de la imaginación. Un paseo por Italia, una finca silvestre, una aventura atrevida. Te hablaría de comprender ese aspecto oculto del amor: que, aunque no lo parezca, probablemente un día se acabe. De recordar eso en cada segundo en el que todavía se puede amar. Te hablaría, sin parar, de su puta fugacidad. Eso es, quizás, de lo que hablo cuando hablo de amor.

¿Tú qué?

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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