De gritos, misiles y resistencia (parte dos)

De gritos, misiles y resistencia (parte dos)

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Visitamos el mar de Galilea. El lugar donde Jesús caminó sobre el agua, donde multiplicó los peces y otros milagros de la Biblia. Un mar que la gente parece visitar únicamente por Jesús. Muchos se acercan para comunicarse con Dios, terminando su encuentro con una bendición. Pocos, como quizás mi abuela que, escándalo tras escándalo, cuando le hablan de religión ya dice que “todo eso es carreta”, visitan el mar solo por su belleza innata. Sus aguas cristalinas, rodeadas de montañas verdes, flores y aire fresco, inspirarían a cualquier hagiógrafo.

Regresamos tarde al hotel en Haifa. Al entrar a la habitación, mi celular de inmediato recordó el wifi y los mensajes atrasados comenzaron a llegar. Le eché un vistazo rápido a Twitter. Quería saber qué estaría pasando en Jerusalén. Siendo sincero, quería saber de qué nos habíamos salvado. Lo que encontré fue: “Líbano realiza bombardeos en Galilea”.  

La tendencia número uno local en Twitter de ese momento era la cortina de hierro de Israel. Se trata de un sistema de defensa israelí que intercepta misiles que cruzan las fronteras. Intrigado, continué buscando información en Twitter. “Se ordena el cierre inmediato del aeropuerto de Haifa en Israel ante masivo bombardeo”. No me había salvado de nada. Por el contrario, ahora estaba mucho más expuesto. Haifa estaba amenazada. El corazón se me iba a salir, la cabeza comenzó a pesar, las manos a sudar.

¿Cómo así que me voy a morir por un misil en Israel? En ese momento no pensé en escribir esta columna tranquilamente. Hoy la pregunta suena alarmista, exagerada, pero esa tarde, sentado en el borde de la cama, eso era lo único que tenía en mi cabeza. El miedo se había apoderado de mí. Pensé en la ubicación de las escalaras de emergencia, el lugar de los bunkers, el proceso para entrar en ellos, el tiempo que faltaba para regresar a Colombia, para el amanecer, para dormirme, ¿dormiría?, la posibilidad de adelantar el vuelo frente al cierre de aeropuertos…

Veinticinco de treinta y cuatro misiles fueron interceptados por Israel. En mi mente concluía que la cortina de hierro funcionaba y, perdónenme, pero ¡jueputa, menos mal! El miedo lleva a apoyar hasta al régimen más oscuro. Se trata de una emoción que nace del cuerpo y su necesidad, a las malas, de sobrevivir. Sabía que la guerra estaba mal, que Israel invadía y dominaba injustamente un territorio, pero necesitaba que, en ese momento, conservaran el control. Al menos, sobre los misiles. Muchos, como yo, solo han tenido, y tienen, miedo.

La noticia no caería bien en una familia que le teme hasta a los gatos callejeros. Debía ser estratégico al comunicarla cuando nos encontráramos de nuevo para comer. Y pues tenía que contarle a alguien, yo no iba a cargar con eso por mi cuenta. Me acerqué a algunos de ellos, menos asustadizos, y les narré los hechos. ¿Misiles?, ¿de verdad?, preguntó alguna tía. “Pero aquí tienen ese sistema que los tumba”, dijo otro. “Juepucha”, contestó otro tío. “¿Qué hacemos?”, pregunté.

¿Qué más íbamos a hacer?, fuimos a tomarnos algo. Era eso o enloquecernos a punta de tweets en el hotel. Pero el efecto de las cervezas se disipó tan pronto regresé a la habitación. Probablemente sí estaba a salvo y era difícil que un misil me afectara, pero mi miedo ya no recaía en la posibilidad de morir. Mi miedo se centraba en las alarmas. ¿Qué haría si, en medio de la noche, escuchaba las alarmas por toda la ciudad llamando a evacuar? Alarmas que solo he escuchado en películas de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo reaccionaría? Me sentía frágil, pensaba que quizá mi corazón no aguantaría llegar hasta el bunker.

Imaginaba el bunker. Llanto, ansiedad, nervios, confusión, intriga. Pensaba lo que se sentiría escuchar un bombardeo desde abajo. Imaginaba el techo traqueando y polvo cayendo sobre mi cabeza. Todo de película, pero esa película podía ser real esa noche. Estaba estresado, quería irme. Pensé que podría acostarme escuchando música para distraerme y dormirme con facilidad. Sin embargo, debía mantener mi oído alerta. Debía estar pendiente a las alarmas, no podría distraerme. ¿Cómo podían vivir así en este lugar?

El amanecer me devolvería la esperanza. Por lo menos ya no me despertaría de golpe con alarmas. Ese día, en vez de apreciar la arquitectura y los paisajes, me la pasaría mirando el cielo. Buscaba una estela veloz entre la neblina que, a diferencia de los días anteriores, estaba más densa. La visibilidad era reducida, el cielo me asustaba. Aunque, por lo menos, un misil ya no me tomaría por sorpresa.

Par de días después, ya en Tel-Aviv, a pesar de las amenazas, los atentados, los choques entre policías y palestinos, miles salieron a protestar. Allí no solo observé las protestas, sino que tuve que pasar justo en medio de los manifestantes para lograr llegar al hotel. Varios carteles exigían la paz, el fin de la guerra, otros tildaban a Netanyahu de dictador. ¿Cómo se atrevían a salir a las calles en medio de tanta tensión? Sin embargo, el ambiente era diferente. Al cruzar la protesta, contrario a los lugares turísticos y los hoteles, no sentí miedo. De hecho, sentí valentía, resistencia.

Comprendí entonces que es posible vencer el miedo. Que el cuerpo puede sobrevivir desafiando el régimen. La resistencia comienza en el cuerpo, pero se fortalece en grupo. Resistir, primero, implica enfrentarse a uno mismo, pero el grupo facilita ese proceso. Eso hace una parte de la población de Israel. Vencen el miedo y se levantan, en conjunto. Se unen contra la guerra, contra la dictadura, por la paz, por el amor, por el diálogo. Comprendí que Israel no es un todo. Allí también hay personas que quieren la paz y que reconocen el problema. Hay personas que vencen el miedo. Juntas, quizás, ganen la guerra contra la paz.

El viaje, al final, terminó con una sonrisa. Una risa familiar que no es más que una manera de comunicar el nerviosismo. Nos reíamos de haber vivido experiencias tan lejanas, tan ajenas. “Menos mal ya salimos de ese mierdero”, diría un tío.

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