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La vida lenta

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“Aquí las cosas son lentas y se necesita tiempo Marisol”

Sentada en un parque, escuché esta frase que un padre le decía a su hija pequeña, de escasos cuatro o cinco años, que quería irse del lugar porque no empezaba la carrera de barquitos que habían ido a ver en el lago que teníamos en frente. Ella, serenamente y con una naturalidad sorprendente para una niña de su edad, lo entendió y se sentó de nuevo en el césped a esperar. No hizo falta un regaño ni alzar la voz. Imagino que esta no era la primera vez que el padre hablaba a su hija como a una adulta sabia.

Se podía percibir, por la apariencia de este hombre que pisaba los cincuenta años y que llevaba tres largas rastas en su pelo gris, que él ya había aprendido a andar sin prisa.

Me gusta pensar en Marisol e imaginármela siendo una mujer: será una de paso lento, sabrá esperar y entenderá el valor del tiempo y, en unos años, contará que su padre le enseñó sobre la vida lenta y saboreada.

Esta escena, que no fue fantástica sino cotidiana, me llevó a pensar muchas cosas: la relación de una niña con su padre ya adulto; lo maravilloso de poder ser rasta y viejo sin que se venza el tiempo de la rebeldía; la capacidad de Marisol para reflexionar rápidamente y tomar asiento; pero, sobre todo, en esa frase:  “Se necesita tiempo Marisol, aquí la vida es lenta Marisol”.

La velocidad es la búsqueda de la modernidad: cómo hacer más rápido el internet, como ser rico antes de los cuarenta, como pedir comida que llegue en menos de quince minutos, como estudiar en menos años una carrera, como ser genio en cinco pasos… bueno, y así…

Pero eso de la vida lenta es otro tema. Pocos lo conocen, aunque muchos hablen de ello y la deseen.

Cuesta conseguir algo parecido a esa vida que pasa despacio. Se requiere estar jubilado o estar de paseo, lo que honestamente tampoco hacemos.

En el mejor de los casos reservamos los últimos años de la vida a vivir bien, o reservamos con suficiente antelación unas vacaciones de máximo un par de semanas al año para intentarlo. En el primer caso nos engañamos creyendo que llegaremos a viejos y en el segundo el problema es que tan poco tiempo no alcanza para desacelerar el ritmo que traemos y en un suspiro se terminan las vacaciones.

¿Por qué Marisol a sus cinco años sí lo sabe hacer? ¿Por qué lo hace con tanta naturalidad? Ella no estaba de vacaciones y por supuesto ni sabe ni es su tema aquello de pensionarse.

Creo que la diferencia está en su padre. Alguien le enseñó a detenerse y a contemplar. Alguien le dijo que no todo es correr y que no siempre las cosas pasan al ritmo que queremos. Pero, sobre todo, alguien le dijo que para ver esos barquitos que le daban tanta ilusión, se necesitaba tiempo.

Asistimos a nuestra vida como a esa regata, tenemos un plan y corremos para llegar a tiempo, pero la vida no empieza en punto ni se acaba tarde. Pasa como pasa y la verdad es que no es tan rápida como quisiéramos. Los estoicos decían que la vida es suficientemente larga para los que la viven con intensidad y eso significa vivirla despacio, minuto a minuto.

Una hora es mucho tiempo cuando se vive lentamente, pero es poco si es con prisa. Si escucháramos a un amigo con atención durante un cuarto de hora, alcanzaría a contar todo lo que necesitaba para desahogarse, pero tenemos mucha prisa y en vez de escuchar nos gastamos tres o cuatro minutos quejándonos de la falta de vida que tiene nuestra vida o hablando de otro o respondiendo cada frase como si las conversaciones fueran encuestas de satisfacción de las que se demoran cinco minutos en rellenar, o peor, como si fuera un examen para probar nuestra capacidad de aconsejar.

La vida lenta no es una vida adormecida ni aletargada. Tampoco es una sin creatividad o sin fuerza vital; mucho menos es una vida monótona o aburrida. Es simplemente una que, para ser bien vivida, necesita tiempo y presencia. Y nadie está presente si tiene afán.

Cuando se trata de vivir despacio, no se puede hacer todo a las carreras: es una perogrullada de esas que, por su propia evidencia, pasan de agache.

Qué bueno sería más padres como este hombre canoso y rasta, más niñas como Marisol y menos pequeños tiranos que por falta de una educación más profunda, hacen lo que les venga en gana y terminaran siendo los adultos secuestrados por la prisa, incapaces de vivir con lentitud y conciencia.

Ni la más arrasadora modernidad debiera robarnos esa pausa en el pensamiento y en la observación. El problema no es ni será el avance tecnológico, tampoco las organizaciones para las que trabajamos, ni los jefes ni el 5G, somos nosotros que decidimos no vivir lenta y apaciblemente.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/juana-botero/

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