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Hace un mes y medio salgo a correr. Lo hago dos veces por semana. En realidad, troto —correr me parece demasiado pretencioso— no corro, no soy rápida, no hago muchos kilómetros y, aunque lo disfruto, cuando han pasado más de veinte minutos mi cuerpo empieza a fatigarse, es mi mente la que me permite continuar hasta completar entrenamientos de treinta o cuarenta minutos de trote continuo.

Lo hago porque me gusta la sensación de llevar mi cuerpo al límite, de exigirle; me gusta saber que doy zancadas de forma consciente, no en automático como prácticamente todo lo que hago desde que me levanto hasta que me duermo. Me gusta ver el reloj marcando el tiempo y el sentimiento de que no transcurre, pues cada inhalación me cuesta. Cada metro es un pequeño viaje, una confrontación conmigo misma. Miles de pensamientos se asoman. La mayoría son negativos: “No voy a poder, por qué hago esto, podría hacer un ejercicio más fácil, de todas formas, nunca vas a lograr correr cuarenta y dos kilómetros”. Los veo pasar como franjas de comerciales en videos de YouTube, pero no puedo hacer nada, no tengo ninguna respuesta, continúo mi marcha.

Salir a trotar me recuerda que tengo una habilidad que no debo dar por sentado. Tengo dos piernas fuertes que me permiten moverme a donde quiera. Y puedo ir a un ritmo o a otro, subir una pendiente o atravesar una llanura, puedo girar a la izquierda o a la derecha, cruzar una calle y correr en las aceras o dar vueltas en redondo en una pista. En asfalto, en arena, en manga, en sintético. No importa. A donde sea que vaya me llevo conmigo. Y eso es lo que me inspira y me sostiene para seguir trotando aun cuando siento que no puedo más.

Soy mi motor, soy mis alas, soy la única que puede moverse por sí misma, solo mi sangre irriga mi propio corazón que late por mí. Hice una playlist en Spotify con canciones que me motivan y me llenan de energía. Aunque las he escuchado miles de veces, trotando las oigo diferentes. Descubro frases inadvertidas o les encuentro un sentido distinto al que les había dado. El ejercicio, en este caso el trote, es una forma de meditación poderosa que me conecta la mente con el cuerpo y con el espíritu. Este último es el que me hace levantarme por la mañana incluso si el día está frío o si tengo sueño o pereza, para cumplir con lo que yo misma me propuse.

Salgo a trotar para cumplirme. Para oír latir mi corazón, para abandonarme a mi respiración que es lo único que me ata a la vida. Me impulsa algo dentro de mí que, si se saliera, no reconocería porque no lo he visto, pero lo siento. La voluntad es invisible, tiene la forma de las posibilidades que albergamos, se parece a un sueño extraño que nos cuesta recordar, como la cara de alguien desconocido que uno se imagina.

Todo lo que anhelamos ser está en nosotros. Lo que hay afuera es ruido, obstáculos, puentes para cruzar y puertas para abrir. Solo aquello que existe dentro, lo que conforma nuestro espíritu y nos sostiene, es lo que podemos hacer posible, a lo que podemos aspirar. Salgo a trotar para volver a nacer en cada pisada, para desplegar con fuerza eso que me despierta y me hace consciente de lo que me habita. Una esfera que gira integrando aquello que la contiene para no olvidar el único camino posible hacia su centro. Eso mismo que soy solo yo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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