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“Estoy acordándome de mi padre, estoy acordándome de mi madre. Estoy acordándome de la vida.”
Ellas hablan. Miriam Toews.
“No te asustes de ver cuán asustada estoy: no puede ser malo contemplar la vida en su plasma.”
La pasión según G.H. Clarice Lispector.
Escribo esta semana para mis padres, que cumplen años, celebrándolos con la dicha agridulce que acompaña a la conciencia del paso del tiempo. Escribo para darles las gracias y pedirles perdón, para intentar expresarles ese amor tan indecible que va siendo, cada vez más, un amor temeroso y, tantas veces, impaciente, pues en la adultez de todos ninguno puede negar que somos gente muy distinta, pero somos la gente que más se ama.
Hablo de un amor que duele porque es irrenunciable. Es el amor que logra actos enormes y diminutos que nos modifican; a veces tan extraños, pero inevitables, porque sabemos de sobra que, aunque desgarre, no hay nada que no se pueda perdonar en ese amor. Así que es el amor más largo, y lo largo desgasta, el más lleno de cicatrices, y por eso también el de más experiencias y sueños compartidos, y qué es la vida si no eso. Es el amor que nos ha enseñado todo, el de las primeras imágenes con las que interpretamos lo que será vivir. Como esa idea del poema de Louise Glück que recordó hace poco Laura Ferrero: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”.
Es desoladora la certeza de que esa incondicionalidad no la encontraremos más: la gente que daría la vida por uno sin dudarlo y por la que uno haría eso mismo, lo impensable. Mientras tenemos padres siempre podemos ser hijos, recurrir al niño que somos, tenemos más derecho al miedo, al grito de auxilio, a llorar mientras nos dicen que todo estará bien entre unos brazos que son lo más parecido a la garantía de que lo estará. Solo mientras tenemos padres podemos olvidarnos un rato del mundo. Después, y no conozco ese después paralizante, debe ser como flotar en la oscuridad junto al riesgo permanente del abismo.
¿En qué cosa inconcebible se convertirá la vida sin los padres? Antes de saberlo vamos cambiando juntos y es como tocar el fuego, una antesala aterradora. Ellos y nosotros, que también sentimos el golpe de nuestro propio deterioro, pero siempre detrás, comprendiendo todo cuando ya es demasiado tarde para haber dado la talla en los instantes precisos (que recordaremos después, al sentir el miedo que sienten ellos hoy). Porque nuestro miedo de la infancia estaba siempre amortiguado por sus brazos, mientras que su vacío de entrada a la vejez es lúcido, esperado, solitario, llega despacio pero pisando fuerte, y los hijos lo contemplamos desde el balcón. Por eso el recordatorio esencial de la existencia, necesario como el aire —que solo sirve si estamos vivos—, es amarnos más que nunca, con fuerza, en ese mar de diferencias que, sabiamente, nos ratifica que somos los mismos.
Recuerda Marta Peirano en su columna el poema de Edna St. Vincent Millay que dice que la infancia es el reino donde no mueren los que realmente importan. Escribe, parafraseando el poema, que mueren los parientes lejanos y los gatos, pero que “no te despiertas al mes siguiente, a los dos meses/al año de esa muerte, a los dos años, en plena noche y lloras, con los nudillos en la boca, y dices: ¡Dios mío! ¡Dios mío!”. ¿Cómo será vivir si el llamado de auxilio a la mamá se pierde en el cielo? La adultez nos va arrebatando cosas que la niñez nos había asegurado, y entonces nos pasamos el resto de la vida intentando recordarlas bien para, si no recuperarlas, al menos sentirlas cerca.
Que sean estas palabras no solo un homenaje a quienes han sido mi estrella, cuya intensidad de luz no alcanzaré a dimensionar jamás, sino también una manera de pedirles perdón por la exigencia y la impaciencia, por no entender nada de su presente al no haber existido mientras ellos luchaban lo que yo solo conozco en relatos, por no tener la fortaleza para agradecerles con una paciencia siquiera similar a la suya. Ojalá supieran ellos que esa exasperación es producto de un amor en carne viva que, a pesar de ser infinito, se aferra torpemente para impedir su mínima distorsión. Uno se mide con dificultad todos los días en su capacidad de aceptar mejor el transcurrir del tiempo y amar visible y dulcemente a sus padres, así a veces no halle rastros de la idea que se había hecho de ellos, sin darse cuenta de que probablemente uno mismo sea ya irreconocible.
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