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Miedo. Eso siento aquí. Una emoción que anula, que nubla los sentidos. Duele la cabeza, el aire no entra a mis pulmones. Inhalo miedo, no respiro. Las voces me rebotan, las páginas no se leen, la música me hostiga. No quiero escribir, quiero llorar. Tal vez soy cobarde, tal vez debería ser agradecido y mostrar una sonrisa, pero sé que tal vez escuche las alarmas para evacuar hacia los bunkers, tal vez escuche un disparo cerca, tal vez vea un misil en el cielo o, tal vez, un carro busque atropellarme. Hace rato que Dios abandonó este lugar.
Visité Israel junto con mi familia durante la semana de receso. Sabía que llegaría en un momento de tensión interna tras varias semanas de protestas por la reforma a la justicia que propuso Netanyahu. Una reforma que, entre otras cosas, busca otorgarle la posibilidad al Parlamento de anular decisiones de la Corte Suprema y permitirle elegir directamente los jueces que la conforman. El gobierno decidió suspender el proceso de reforma (no abandonarla como piden los manifestantes) con la excusa de poder disfrutar las fiestas. Postergaron el problema. En ese contexto, aterrizamos en Tel-Aviv para desplazarnos por tierra a Jerusalén. No había de qué preocuparse.
La noche en la que llegamos se presentó un choque entre la policía y varios ciudadanos palestinos en la mezquita Al-Aqsa. Los policías detuvieron a los palestinos y, con una fuerza desmedida, los retenían en el piso y les pegaban. Golpe tras golpe se escuchaban los gritos de los denominados terroristas en el video que se hizo viral en redes. Ese video rompió la tensión silenciosa que abunda en las calles de Jerusalén. La guerra reanudaría. Yo, mientras tanto, intentaba dormir para adaptarme al cambio de horario. Al levantarme no solo me enteré de lo que había sucedido al revisar Twitter durante el desayuno, sino que también caí en cuenta que el destino para esa mañana era, precisamente, la mezquita Al-Aqsa.
Decidí que no debía preocuparme. Seríamos muy de malas si nos pasaba algo (o de eso me convencí). Además, no nos íbamos a ir sin visitar ese lugar. Pero esa decisión se borró apenas llegamos. Carros de policía por todos lados y soldados dando vueltas. Sabes que varias personas te están observando, lo sientes. Cruzamos el anillo de seguridad y el guardia advirtió que la noche había sido particularmente difícil. Debíamos entrar bajo nuestro propio riesgo.
Para llegar al lugar es necesario subir caminando en un puente de madera. En sus bordes, veinte metros antes de la entrada, entre quince y treinta policías antidisturbios, algunos asustados y otros, más veteranos, riéndose o haciendo mala cara, fumaban y descansaban. Estaba pasando al frente de los posibles agresores. No debía mirar demasiado, mucho menos grabarlos. Podrían llegar a creer que yo estaba infiltrado, podría parecer sospechoso, podrían saber que yo estaba en contra de ellos. ¿Cómo? No lo sé, pero eso me hacían sentir. Decidí no mirarlos a la cara y dirigir la mirada hacia el suelo y a la espalda de quien iba delante de mí. Realmente no había nada que esconder, pero no quería recibir una golpiza y ser catalogado como terrorista por pensar diferente o por estar en el momento y lugar equivocado. ¿Esto no les suena familiar?
Es en estos momentos de tensión donde los derechos humanos son irrelevantes. En un territorio en el que hay más banderas que árboles, donde prestar servicio militar obligatorio por tres años es bien visto, donde se buscan justificaciones jurídicas y técnicas para la tortura, y donde andar armado en la calle es necesario, ¿cómo le voy a explicar a un policía que tengo derechos, que no me interesa la guerra, que quiero la paz? En Israel da miedo pensar. Da miedo oponerse. Cualquier persona puede romper el equilibrio, puede representar un riesgo. La persona es una ficha, es un terrorista, es un país, es una religión, es un dogma. ¿Es persona?
Al entrar al terreno donde se ubica la mezquita, se evidencia su majestuosidad. Sitio sagrado para el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. Hoy es una especie de refugio y fortaleza palestina en el medio de la ciudad principal de Israel. De ahí que, al entrar, el cuerpo sienta la vulnerabilidad. La cabeza acumula tensión y los sentidos, en vez de apreciar, tomar fotos y escuchar, se enfocan en vigilar y sobrevivir. Nos explican la historia del lugar mientras intento revisar las caras de las personas que se encuentran allí. Hay más policías antidisturbios hablando entre ellos justo al frente de la mezquita. Hay padres e hijos sentados rezando, mujeres reunidas hablando y rezando y turistas estorbosos que, como yo, observábamos, incomodábamos y nos tomábamos fotos que no logran captar lo que allí se respira. De repente, un grito.
Silencio. Se pausan los rezos y se suspenden las sesiones de fotos. Todos observan. Algunos deciden alejarse de inmediato. Una persona comenzó a gritar al frente de la mezquita. Gritó, con furia, Allahu Akbar, “Dios es Grande”. La policía se acercó rápidamente y, en cuestión de segundos, sin importar las patadas, lo levantaron y se lo llevaron. No me pregunten a dónde. Yo, como un güevón, o como un turista, me quedé parado observando. Continuaba gritando cuando se lo llevaban y quienes oraban se unieron a sus gritos. “Allahu Akbar” se escuchaba por todo el lugar. Según nos explicaron, cuando todos gritan en grupo lo entienden como una recarga energética tremenda. Se siente. Decidimos alejarnos, pero entendí que ese era un acto de resistencia. Resisten a la presión de la policía y del gobierno. Resisten a las catalogaciones y al nacionalismo. Quienes gritaban y quienes rezaban no eran terroristas.
Defender de entrada a los policías es una postura difícil de sostener. Ubicarlos al frente de la tercera mezquita más importante del mundo en fechas de fiesta no es velar por la seguridad nacional, es mover las fichas en el ajedrez gigante de la guerra. El gobierno buscó provocar y lo logró. ¿Para qué la paz si cuentas con un ejército numeroso, el mejor armamento, los misiles más avanzados e importante capital destinado a la guerra? Los hechos en la mezquita también sirvieron como excusa para bombardear la franja de Gaza. Yo, mientras tanto, salía de la mezquita rápidamente para escuchar al guía diciendo que, ya que estábamos afuera, debía confesarnos que se había asustado bastante. La guerra ignora el miedo que ocasiona, incluso a los locales. Al día siguiente visitaría Haifa, al norte del país. Allí estaría seguro, pues la tensión se concentraba en Jerusalén. Sin embargo, justo el día en el que llegamos, treinta y cuatro misiles provenientes de Líbano fueron disparados hacia el norte de Israel. Haifa estaba amenazada. Yo, mientras tanto, intentaba ignorar el miedo a punta de cervezas. Como si un par de latas lograran distraerme.
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