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Hijo del lobo

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“Tené más compasión con esos campesinitos”. “¿Es verdad que los estás matando?”, preguntó Claudia, su esposa. Rojo de la piedra, Carlos le gritó que no se metiera. “Vos déjame hacer mis negocios. Si no fuera por hacer lo que hago, Samu no estaría estudiando en ese colegio y no estaríamos viviendo en esta casa”. Desde la puerta de su cuarto, Samuel escuchaba la gritería. Su papá había estado actuando raro esa semana. ¿Cómo así que estaba matando? No entendió muy bien y prefirió alejarse de la discusión.

Pasaron varios meses. La situación en la casa mejoraba a ratos. Había semanas donde su papá tenía viajes de trabajo. No regresaba sino hasta el sábado. Nunca traía regalos ni tomaba fotos. Siempre llegaba agotado, dormía mucho. O quizás dormía muy mal y, por eso, requería más tiempo. Rezaba por horas y el domingo se levantaba a las once para ir a misa de doce. Tenían un conductor, Rubén, que parecía salido de una de las novelas de traquetos, pero era buena gente.

En la fiesta de celebración de su cumpleaños número siete, Samuel había invitado casi a todo el salón. Su mamá organizó todo en la casa. Pidió inflables para el jardín, contrató recreacionistas, un payaso, mandó a hacer un delicioso pastel y cupcakes para todos. La temática y la decoración era del Rayo McQueen.

Los amigos llegaban con sus madres. Claudia las saludaba y les ofrecía confites, bebidas y asiento. Algunas se quedaban un rato y después se iban para regresar por sus hijos en la noche. Liliana, la mamá de Camilo, era la más cercana, pues sus hijos eran mejores amigos. Durante la fiesta, fascinada por la decoración y por lo adorada que era Claudia, le preguntó que cómo había montado todo eso. Con un vaso de Cola Cola en la mano, contestó que su esposo le había ayudado. “Y él anda trabajando, me imagino”, inquirió Liliana. “Sí, sí. Justo en la tarde salió de viaje, estará regresando mañana”.

Mientras se comían un perrito caliente que habían preparado con ayuda de una de las recreacionistas, Camilo le preguntó a Samuel por el regalo que le habían dado de cumpleaños. “Me regalaron unos guayos bacanísimos. Los que te dije que quería”. “Queeé, me los tienes que mostrar. ¿Cuándo te los dieron?”. “No me los han dado. Esta mañana mi papá me dijo que ya los tenía, pero que estaban en la oficina”. “Uy, qué notis, ¿entonces te los trae ahorita?”. “Sí, él llega ahorita más tarde”.

Su papá no llegó esa noche. Samuel recuerda que se quedó esperando sus guayos nuevos entre el estrés de su mamá y el miedo de ambos. Se suponía que llegaría pronto, pero no tenían señales de él por ningún lado. Ni siquiera Rubén contestaba. “Mi tesoro, mañana abrimos los regalos”, le dijo su mamá. “Duérmete aquí conmigo esta noche. Seguro le salió algo urgente a tu papá. No te preocupes”. Su papá llegó una semana más tarde.

De a pocos todo se fue tornando extraño. Se cambiaron de casa. Ahora vivían en una más grande donde nadie los molestaría. “¿Pero quién estaba molestando?”, preguntó Samuel. “Tu papá no estaba tan tranquilo, había como varios vecinos malucos que hacían que el ambiente fuera difícil”. Sin entender mucho, Samuel simplemente aceptó. Ahora también tenían dos guardaespaldas. Ambos solían llevarlo al colegio junto con Rubén. Al parecer a su papá le estaba yendo mejor en el trabajo y debían protegerse porque ”había mucha gente muy mala que les quería hacer daño”, como decía su papá. “Medellín es una ciudad muy peligrosa, es mejor que nos cuidemos”.

Tras cumplir diez años, Samuel encontró una pistola en la cocina. Pensó que era algún juguete. Decidió tomarla. Pesaba mucho; más que sus pistolas Nerf que le habían regalado sus papás en su último cumpleaños. Era de verdad. La dejó donde la encontró y esperó a que su papá regresara para preguntarle sobre el porqué de ese objeto.

Sorprendido por la pregunta, y hasta un poco enfadado, le dijo que no debía coger esas cosas y que seguro era de alguno de los guardaespaldas. Samuel prefirió quedarse callado. Sabía que le escondía algo. Los guardaespaldas ya le habían mostrado sus armas y ninguno tenía esa pistola brillante y tan pesada. ¿Sería verdad lo que le habían gritado sus amigos en el colegio durante un partido de fútbol? Que su papá era dizque un “paraco” de los que salían en las novelas.

Samuel se acostumbró a vivir con esa realidad. Frente a sus amigos y sus familias, su papá era un empresario importante que mantenía viajando por todo el país. Algunas veces trabajaba con cultivos y otras con ganado, según le había entendido a su mamá. Los paramilitares matan gente en las novelas y en las noticias, pero él sabía que su papá no hacía eso. Su papá, que lo abrazaba, que iba a misa todos los domingos, que le tenía miedo a las chuchas nocturnas en el jardín, que le daba regalos y que le había dado todo en la vida, ¿era capaz de matar gente?

“¿Qué pasó?, ¿qué pasó dios mío?”, gritó su mamá mientras bajaba las escalas de la casa en pijama al escuchar radioteléfonos y gritos en el primer piso. “Manos arriba”, “salga de la casa”. Su papá había bajado a recoger el periódico esa mañana y, al abrir la puerta, tres patrullas de policía se encontraban allí para detenerlo. Samuel bajó corriendo y lo vio siendo esposado. Se miraron a los ojos, pero solo hubo silencio. Se sentía frío. Aturdido. Mientras se lo llevaban, no pronunció una sola palabra. Su mamá lloraba y él solo observaba. Las lágrimas llegarían después, en secreto. ¿De qué había sido capaz su papá?

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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