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Desde pequeña aprendí que la vida se escurre entre los dedos como un líquido espeso que con cada sonrisa y llanto suelta gotas, que vaciar su contenido es haber existido. Hay personas que gotean a su propio ritmo, unas más rápido que otras, hay quienes la vida les fuerza a contenerse y dejar de regarse. El 14 de julio del 2022 mi recipiente se agrietó completamente cuando un médico pronunció la frase que marcaría mi vida otra vez. Marisol, mi madre, fue diagnosticada con cáncer de mama.
Un frijol alargado se extendía por su pecho comprometiendo su seno y un ganglio. Bastaba de una leve presión contra su piel para sentir esa forma abultada que me enseñó a experimentar la ira, el temor y una sucedánea violencia contra el mundo, contra todos excepto ella. A los quince días de la primera quimioterapia la rapé en la intimidad de nuestro baño, le quité esa cabellera negra y abundante por la que todos la reconocían en la calle, por la que tanto hombres y mujeres la miraban al caminar, por la que mis amigos solían intentar coquetearle y buscar así fuere una pequeña mirada. Recuerdo su frente apoyada en mi abdomen y la noticia de que su cáncer era metastásico, la furia que sentí por lo injusta que era la vida y las ganas que tenía de ignorar la realidad. Una no se puede desaparecer en este tipo de momentos y mucho menos perderse.
¿Dura más el dolor emocional o físico? ¿se puede ser hogar para quién te dio la vida? ¿Cómo se aprende a proveer, a acompañar? Ella me enseñó a darle cariño, me sostuvo para enseñarme a sostenerla. Mientras estaba sentada en esa silla rodeada de otras personas adoloridas y sin cabello, lograba sonreír y me pedía electrolit, tinto y sonrisas camufladas dentro de su silencioso dolor. No se quejaba, me daba amor aunque ella fuera quien en mi mirada más lo necesitase, me hizo darme cuenta de que duele más el dolor de quienes amas que el que nace del cuerpo propio. El verano en que mi madre tuvo cáncer fue en el que me sentí más cerca de perderla, y perderla a ella (para quienes me conocen sabrán) es perder a mi familia y mi hogar.
Aún no logro abrazar su cáncer, tampoco agradezco el medicamento que ha pasado por su cuerpo ni la cantidad de horas en el hospital, no le agradezco al universo estar pasando por esto, pero sí el que ella siga aquí, existiendo, mostrándonos a todos como la vida no siempre se escurre por nuestros dedos. Después de meses su cabeza por fin es hogar de muchos pelos, lo mismo que sus cejas y sus pestañas, por fin de su pecho salió aquel frijol alargado y entendimos que, de ella, la melena era lo de menos.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mariana-mora/