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“Las palabras son mías, soy su dueña, las digo sin tapujos, emito todas las que me estaban vedadas; las grito, las esparzo por el bosque porque se alejan de mí saltando o reptando como deben, todas con vida propia”.
Luisa Valenzuela, La densidad de las palabras.
Recorro calles cerradas como jaulas. Cruzo por donde me indican. Freno cuando veo una luz roja. Me anuncian para entrar en la casa de alguien y digo mi nombre como si eso comprobara quién soy. Pago para comer lo que la tierra me ha regalado y a veces lo desprecio, no me lleno, no me gusta, no me sabe bien. Tengo un pasaporte que me identifica como ciudadana de un país. ¿Y qué si quiero ser de todos? Cuántos límites, cuántas fronteras, a quién se le ocurrió que el mundo nos pertenecía y podíamos delimitarlo a nuestro antojo. Vivimos en un círculo y creemos que es un cuadrado, les decimos a los demás, a nosotros mismos, que vivir es estar dentro de una caja. Y dentro de esa caja otras cajas más. De distintos tamaños y colores llenas de definiciones que nos amarran.
No me encuentro, aunque vivo buscándome. Soy la forma que los días me han dado, lo que veo, las experiencias que han atravesado mi piel. Pienso en cada una de ellas. Y no he decidido nada, no he dicho nada, pero me limitan. Quiero elegir, y los otros imponen. Que estudies, que trabajes, que te cases, que tengas hijos, que los eduques y los hagas trabajar porque serán vagos. Y si no los tienes, tan egoísta, te quedarás sola. No se permite un complejo emocional. Solo hay dos formas de vivir, con risa o con llanto. El punto medio, la comodidad, la rutina, nada de eso existe. El camino siempre es recto, no hay giros ni hay retornos. Hacer todo esto, seguir el guion para finalmente morir. De todas formas, estamos muriendo, como la flor que se arranca para entregarse, para regalarse. Y así tenemos que existir: para otros, para darnos y entregarnos a sus expectativas. O en palabras de David Foenkinos “vivimos sometidos a la tiranía de los deseos ajenos”.
Pero ¿qué hacemos en el intermedio? Actuar, fingir. Ser lo que nos manden, lo que nos digan que debemos ser, y aunque lo seamos, no será nunca suficiente. Vivimos en un mundo de señales, todas ajenas y al mismo tiempo creadas por nosotros.
¡Qué irónico! lo que nos imponemos es una invención del hombre contra el hombre. ¿Por qué no cambiamos las normas, los protocolos, las explicaciones, lo que nos justifica? ¿Quién inventó los manuales? ¿Dónde dice a qué edad debo hacer esto o aquello? ¿Qué características le atribuimos al que llamamos desubicado? ¿de dónde, según quién? Estamos presos, y anhelar la libertad es un capricho, una locura. Qué ocurrencias, qué forma extraña de ver la vida. ¿Será por eso? ¿Cuánta incertidumbre nos obliga a definir y a desear controlar todo?
Entonces me encuentro, me reconozco. Sé quién soy y lo que sueño, pero una vez más me me encasillan en una sola palabra: rebelde. Y no saben, no imaginan quienes sentencian, que una palabra definitiva es un peso que se lleva siempre. Y entonces ya esa palabra me guía y empiezo a observar con detenimiento. Y veo jaulas y rejas que anhelo saltar, abrir, romper. Me atrapa todo: los gustos, los olores, los colores, los silencios, el amor, el desamor, el deseo, la ingravidez de la existencia. Quiero abarcarlo todo y al mismo tiempo soltarlo. Conocer las experiencias humanas, y evadirlas. Recuerdo que no es tan definitiva esa etiqueta, y me doy el permiso de cambiar, de ser otra mujer diferente a la de ayer. Busco esa libertad, la liberación de lo impuesto, aunque eso signifique contradecirme muchas veces. No regalarme como la flor arrancada.
Las palabras cobran sentido porque son lo único que importa, pero siguen siendo eso: una calle, una acera, un semáforo, un edificio, una manzana. Y de nuevo recuerdo que soy lo que me han dado. Regreso a mi forma habitual: soy una palabra, y si hoy soy una, mañana podré ser otra. La que yo quiera. La que elija.
Sueño con palabras para habitarlas y poder elegir a cuáles darles valor y trascendencia, y a cuáles no. Y escribo y las observo con atención en el papel para volver al origen, a lo que soy. También las borro, las reescribo, como intentando abrir un nuevo comienzo, enfrentando todos los mundos posibles reales e imaginados. Cada palabra de cada lenguaje existente puede ser una bisagra, o una llave, o un cofre. Las palabras son su significado y también cualquiera que se les quiera atribuir. Por eso todo cambia, cualquier cosa puede sufrir modificaciones porque lo que expresamos, decimos o escribimos es una invención que nos posibilita narrar la realidad, contar historias. Ser nosotros mismos, ser otros, ser palabras desperdigadas en el vacío y volvernos a encontrar como la vasta materia circular que somos.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/