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La tarde del viernes pasado vi que los trabajadores de la casa en construcción frente a la mía dejaron las luces prendidas al salir. Me mortificó ese reflejo permanente e innecesario durante el fin de semana y pensé en las pequeñas indiferencias que son, junto con los pequeños actos de bondad, las que moldean el mundo. Y en que cuando alguien no identifica —o cree que no lo afectan— las consecuencias de sus actos, actúa obstaculizando la armonía general.
Una mañana de diciembre encontré manchas amarillas en el piso y el vidrio de la terraza, y al salir comprobé que era huevo. Me asusté porque, aparte la suciedad, lo sentí como un agravio, me pregunté si alguien quería hacernos daño, por qué a nosotros. Contacté a la administración de la parcelación, que procedió a revisar las cámaras, para más tarde confirmarme que otras casas se habían quejado de lo mismo y que ya tenían las imágenes de niños de la unidad tirando huevos.
Sentí tranquilidad en cuanto a la intencionalidad, pero me pareció indignante, triste, que niños con todas las posibilidades de educación fueran los autores de ese pequeño vandalismo, que es solo la raíz de futuras violencias. La administradora me dijo que el padre de uno de los niños tirahuevos estaba “muy apenado” y que se disculparía, pero por la tarde me reenvió un audio del señor diciéndole que en mi casa no había nadie, que habían tenido la intención de disculparse pero que ya Tomás había aprendido la lección. Es decir, ya se la había pasado la pena.
¿Cómo aprendió Tomás la lección si nunca vio las consecuencias de lo que hizo? Para él siguió siendo el chiste de tomar alimentos de su nevera llena para salir a estamparlos contra ventanas anónimas. No vio que aquí vivíamos personas reales que nos asustamos, que tuvimos que limpiar huevo pegado que seguía apareciendo en distintos rincones días después, que llegamos tarde a los compromisos de trabajo esa mañana. Parece que no le han enseñado que hay millones de personas, niños como él, que pasan hambre. Que la comida no se bota. Supimos que estudia en uno de los supuestos mejores colegios de Medellín (al menos con base en su costo), pero no parece que ni la educación que recibe allí ni en su casa haya sido suficiente para evitar ese comportamiento tan anacrónico. Tomás no sintió la vergüenza de mirarnos a los ojos. No olió nuestra terraza ni nos vio agachados limpiando su pequeño vandalismo. Se sintió victorioso en su agravio, se salió con la suya, fortaleció la cultura del vivo que tanto daño le ha hecho a la sociedad colombiana. Sus padres se olvidaron de la existencia del teléfono, pues lo mínimo era pedir perdón, tanto para posibilitar la armonía entre sus vecinos —ya miro su casa con otros ojos—, como para que sus hijos entiendan las consecuencias de sus actos y así esas bromas no adquieran otras proporciones: la gravedad de las acciones de quienes crecen viendo que, hagan lo que hagan, nunca pasa nada porque están cobijados bajo el manto de cierto privilegio.
El concepto de justicia se construye desde la moral, desde entender en profundidad lo que está bien y lo que está mal. Y estoy convencida de que hay que acercarse en alguna medida al dolor —o a las afectaciones— del otro para posibilitar la empatía y pensar mejor antes de actuar. Que no nos duela solo lo que nos afecta a nosotros (aunque, en última instancia, todo nos afecte: a mí las luces prendidas de la obra del frente me dolían en las venas del planeta, que son las mismas para todos), pues es al percibir el dolor ajeno que dejamos de creernos el ombligo del mundo.
Dice Manuel Vilas en Los besos que “La ceguera ha sido nuestro patrimonio moral durante siglos”. Si los niños con las mayores posibilidades de educación, los que tienen huevos de sobra en la nevera, van por ahí tirándoselos a sus vecinos para reírse después cuando, habiéndose visto descubiertos, nada pasa, y si sus padres son capaces de quedarse como si, efectivamente, nada hubiera pasado, si esa es la famosa gente de bien, nuestra sociedad está perdida. Y hay que ver quiénes son los primeros que condenan las acciones de aquellos que tienen la nevera vacía. La violencia empieza con las pequeñas indiferencias. El juego de la ceguera y el poderío de los niños mimados son una buena base para la tiranía y la destrucción. ¡Qué falta nos hace la delicadeza!
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/