“Lo único bueno que tienen las fronteras son los pasos clandestinos.”
El lápiz del carpintero, Manuel Rivas
¿Cuál es el lugar ideal para nacer? ¿Cuál es el mejor momento? ¿Seríamos otros si hubiéramos nacido en otro lugar y en otro tiempo? ¿Y entonces, tal vez, esos ya tampoco serían los ideales? A menudo me pregunto cómo sería mi vida si el azar me hubiera puesto en otras tierras y permitido pensar en otras lenguas. Quién sería yo y dónde estaría hoy de no haber descubierto el mundo desde la mirada de esta Colombia bella pero rota y, como una matrioshka, desde dentro también de este valle de la vida y la muerte que es Medellín.
Suelo pensar, cómodamente, si haber nacido, por ejemplo, en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, me habría dado una mayor riqueza ilustrativa y humana para ser la escritora que quisiera ser. Siempre tras dolores lejanos en búsqueda de la inspiración más profunda, como si los cercanos no fueran suficientes; tal vez también en un intento de eliminar la definición dada por una geografía y un tiempo al azar.
Aunque, cada vez más —y a lo mejor eso sea una mínima evolución—, descubro lo valioso que hay en la belleza cercana para pensar el mundo, para intentar entenderlo y contarlo, para permitir que las palabras vuelvan a nombrar la esperanza.
Me mantengo imaginando fronteras, intentando cruzarlas con el cuerpo y con la mente. Probablemente haber nacido en este valle me haya empujado a querer ver qué hay más allá de las montañas. Por eso siempre, de una u otra forma, estoy luchando contra esos bordes artificiales que se ha inventado el hombre para clasificarnos y dividirnos, y para definir los que serían los mejores lugares para nacer.
Solía —suelo— cuestionarme si el mundo es de todos, por qué necesitamos papeles y permisos para poner un pie en otro pedazo de tierra. Son preguntas ingenuas que hay que hacerse para que la vida como nos la cuentan no nos devore. Quién es ese poder para venir a decirme que no puedo si quiero cambiar el hogar de mi única existencia, solo porque el azar me puso en principio en otro lugar. Las fronteras nos definen de entrada en el mundo, así no hayamos tenido elección.
Cruzando esas líneas en busca de dolor y belleza —qué tal vez sea esa la combinación que mejor permite contemplar y llevar la vida— es que me he convertido en la persona que soy. De allí sale lo que pienso, lo que siento, lo que cuento. La diversidad de los universos que exploro es la que me construye como ser humano para tener una mirada más amplia, más llena de empatía, para encontrarme con el otro desde la riqueza de la diferencia, pero darme cuenta de lo extenso que es el territorio común.
Así llegué hace pocos años a descubrir a Sarajevo, otro valle maravilloso y doloroso del que me había enamorado en la época universitaria leyendo, entre otros, el relato de Juan Goytisolo en Cuaderno de Sarajevo. Pisé la ciudad y caminé sobre sus cicatrices, las llamadas Rosas de Sarajevo, que son los estallidos de los morteros y la metralla coloreados de rojo, y que inundan andenes y fachadas como heridas abiertas, pero también como símbolo de lo que hoy es pasado, y de la belleza, siempre.
En esa ciudad, durante su asedio, entre los años 1992 y 1996 —el asedio más largo de una capital en la historia de la guerra moderna—, las personas salían de sus casas y cruzaban las calles corriendo en busca de comida y alimento, y los francotiradores les apuntaban a los niños para que los adultos salieran a socorrerlos y así dispararles también. Los asesinos eran antiguos vecinos, serbios con los que antes convivían armónicamente, entre los que había montones de familias compartiendo nacionalidades e historia, pero que ahora, bajo alguno de esos liderazgos ávidos de ampliar fronteras, querían convertirse en la Gran Serbia y eliminar a los “bosníacos”, los bosnios musulmanes.
Me impactó darme cuenta de qué manera las montañas de ese valle se convirtieron en una cárcel y no pude dejar de encontrar similitudes con esta Medellín que, a diferencia de Sarajevo, se aferra a la violencia. Nunca olvidaré a un historiador de la Guerra de los Balcanes que me acompañó en algunos recorridos, un hombre joven que la vivió de niño —que estas atrocidades que les cuento pasaron solo hace 25 años, ¡en Europa! — cuando me dijo: “Es demasiado reciente y demasiado doloroso para perdonar del todo, para dejar atrás, pero lo que sí sabemos es que la violencia nunca más, esa jamás será la respuesta”.
Sin duda les volveré a hablar de la maravillosa Bosnia, pues hoy era solo para introducir este espacio en el que las fronteras probablemente sean el hilo conductor. Cuántos niños en Colombia pueden ubicar a Bosnia en el mapa. Cuántos adultos. Que las líneas que nos dibujan no empequeñezcan nuestro propio universo, que podamos cruzarlas y descubrirlas para vivir.
Es que a mí a veces este valle se me hace sofocante y entonces cruzo fronteras hacia dentro y recurro a esta idea de Raymond Carver citada hace poco por Leila Guerriero: “Utiliza las cosas que te rodean. / Este pucho entre los dedos. / Estos pies en el sofá. / El débil sonido del rock and roll. / El Ferrari rojo del interior de tu cabeza. / La mujer que anda tropezando / borracha en la cocina. / Agarrá todo eso. / Utilízalo.”
Hay que agarrarse de todo para que estos sean el lugar y el tiempo ideales para existir. Pero hay que entender, también, que el lugar es el mundo entero y que el tiempo lo llevamos dentro.