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Martín Posada

Suroeste

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Frijol cargamanto rojo se pone a remojar desde un día antes. Pasado el tiempo, se cocinan los frijoles en agua con una zanahoria y dos plátanos. Cuando la zanahoria esté cocinada, se remueve de la olla y se licúa para ser agregada nuevamente junto con una cebolla de rama y cilantro al gusto. Arroz blanco, carne en polvo, plátano maduro, dos tiras de chicharrón y un aguacate maduro acompañan la receta de frijoles que su madre Julieta le enseñó desde muy joven. Son las ocho de la noche y Don José, como lo hace todas las noches, se sienta en su mesa a disfrutar de sus frijoles. 

Un bombillo amarillo sobre su cabeza ilumina el pequeño comedor de madera de teca. El comedor queda casi al aire libre. Está cubierto por un techo que protege de las tempestades al pequeño salón que, no obstante, solo cuenta con cuatro vigas de madera en las esquinas, ninguna ventana o puerta. Cuando llueve venteado es necesario quedarse en la cocina. Pero, por lo general, las noches de diciembre son frescas y la apertura del comedor permite el ingreso de una leve brisa. Aunque también permite que ingresen insectos.

Un par de moscos y una pequeña polilla blanca caen en su plato. Intenta sacarlos con la cuchara, pero siempre pierde la batalla. Mientras los saca, otros caen como si quisieran relevar al que salió, aunque algunos se hunden y se pierden para siempre. Casi siempre se rinde y decide convencerse de que ellos son un ingrediente más de la receta de su madre. A veces llega un grillo grande de un color verde que se camufla con el pasto. Vuela y, por su tamaño, hace ruido al chocar con la luz. Al hacerlo, a diferencia de los demás insectos, no cae en los frijoles, sino que de inmediato abandona el lugar, sale disparado por donde también entra la brisa. Se dirige a la ficticia oscuridad de la noche.

La oscuridad donde vive Don José es inexistente bajo la luna y miles de estrellas. La oscuridad la vence el firmamento. No hay muchas luces cerca. La luna alumbra las altas montañas que se ven al fondo. Inmensas, pero quietas. Su silueta se ve con claridad. Parece que los picos hablaran con las estrellas. De día son azules y de noche oscuras, casi moradas. Algunas partes más claras que otras. En las mañanas, las montañas se dan el lujo de tener su propio telón. Utilizan un telón blanco que inicia desde el Cauca y sube hasta las nubes. Las brumas nos revelan su belleza como una sorpresa todos los días. 

En las noches, los picos de otras montañas están acompañados de luces amarillas. Pequeños bombillos que parece que prendieran y apagaran. Titilan a lo lejos. Parece como si las estrellas se hubieran apoderado de las montañas. Don José alcanza a verlas desde el comedor. Es el pueblo, Santa Bárbara. Mañana tendrá que ir a hacer mercado.

La noche también es ruidosa, a Don José rara vez lo acompaña el silencio. Pero el silencio no es anulado por el ruido. Allá no hay ruido, hay melodía. Aquel es típico de ciudades, no pasa en el hogar de Don José. En la noche no se escuchan motores, llantas, pitos, gritos ni sirenas. Ni siquiera el sonido distante de los frenos de camiones o volquetas. Pero el silencio perece, de entrada, ante el rugir del río. Sus aguas corren a menos de 100 metros del comedor. Antes eran 200, pero su poder los ha acercado.

El agua es tan poderosa que no necesita dormir. El río continúa en la noche. Mueve piedras, troncos, pero también zapatos, botellas, llantas, gasolina. Una vez el río logró arrastrar una pila de contenedores rellenos de cemento que fueron ubicados en la orilla para que actuaran como muralla. Aun así creemos que podemos dominarlo con compuertas. En cualquier caso, el río actúa como un fondo constante. Una especie de piano.

Más cerca cantan las ranas y las chicharras. Los murciélagos también se escuchan y se ven pasar volando cerca a la casa. El turno de los pájaros empieza desde las cuatro de la mañana. Con sus diversos cantos, la vida allí parece una canción. En la casa del vecino comienzan a ladrar los perros, lo que hace que Ares y Fiona contesten con fuertes ladridos que actúan como alarma. Don José sabe que los ladridos a esta hora no son preocupantes, casi siempre son por una zarigüeya. En las noches de diciembre también es normal que a lo lejos se escuchen los bajos de algún parlante. La letra no se alcanza a escuchar, por lo que, en últimas, el sonido se naturaliza con los demás.

Después de partir una patica de uno de los chicharrones con sus manos, Don José se pregunta si debería comersela directamente o depositarla en el caldo junto con el arroz y la carne. Mientras mastica la patica de carne que decidió llevarse a la boca directamente, piensa que mañana será la última vez que hará mercado en el pueblo. Vendió su casa, al igual que sus cultivos y sus dos labradores. Lo hizo porque sabe que el próximo año vivirá en la ciudad. Está aburrido del campo, de la misma gente, de la misma rutina. Además, al parecer, a su hermano le está yendo mejor trabajando allá.

Mariana y Daniel compraron la casa de Don José. Planean remodelarla para que sea su finca de recreo los fines de semana. Quieren ponerle ventanas al salón del comedor para evitar que ingresen los bichos y también piensan agregar una parrilla para hacer asados en las noches. Ya quieren que empiece el año para disfrutarla y desconectarse de la ciudad al menos por un par de días. Piensan que sus hijos gozarán del río, los árboles, las montañas y los perros.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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