Las instituciones tienen vocación de permanencia, están ahí para quedarse, para perdurar. Las personas que ocupan cargos en las instituciones, por el contrario, están ahí de manera momentánea, para cumplir con una función e irse. Es cierto, por supuesto, que las instituciones no estarán con nosotros hasta el final de los tiempos, pues pueden ser modificadas, eliminadas, abolidas, destruidas. Pero ninguna institución, con la excepción de aquellas de carácter explícitamente transicional, se diseña pensando en su eventual terminación, sino asumiendo su carácter permanente.
Es por esto que las personas que, de manera temporal, por un pequeñísimo momento de nuestra historia, ocupan cargos en las instituciones, son menos importantes, más pequeñas, que las instituciones en las que, sea por mérito, azar u otro factor, terminaron ocupando un espacio. El funcionario público, al lado de la institución, es, o al menos debería ser, insignificante. Al César lo que es del César, pero la República nunca fue del César.
Aunque las instituciones son superiores a las personas que las ocupan, esto no significa que las instituciones sean, en general, más importantes que las personas. De hecho, es justamente al revés: la razón de ser de las instituciones son las personas. Las primeras existen con el único y exclusivo fin de garantizar que las segundas tengan una mejor vida de la que podrían tener sin ellas. La vocación de permanencia de las instituciones se explica porque estas tienen unos objetivos constantes, y no contingentes, en la regulación del orden social. Sin ellas, la vida en sociedad sería imposible, o al menos mucho peor de lo que es.
Lo anterior explica por qué la primera y más básica exigencia que les hacemos a las instituciones es que actúen de manera justa, esto es, que tengan en cuenta y protejan de manera igualitaria los intereses de cada una de las personas que se encuentran sometidas a su poder y autoridad; o bueno, que al menos genuinamente intenten hacerlo, aunque no siempre lo logren.
Es por esto que resulta lamentable ver un paisaje lleno de personajes a los que les hemos encargado la igual protección de nuestros intereses y a quienes, para ello, hemos otorgado poder y autoridad, actuando como si fueran dueños y señores de las instituciones que tienen el honor de presidir. Es triste oír a estos pequeñísimos hombres y mujeres, ebrios con un poder que es mucho menor de lo que creen, hablarnos como si fuéramos seres pasivos, acríticos, aún en la minoría de edad, esperando aplausos y alabanzas de nuestra parte, y mostrando de manera abierta que su única aspiración para tener el poder es deleitarse con su ejercicio arbitrario.
Estos personajes, lobos feroces ante los ciudadanos, pero mansos corderos frente a quienes les ayudaron a llegar a donde están, no pueden proteger de manera igualitaria nuestros intereses como integrantes de la sociedad, pues no tienen ni las intenciones ni los incentivos para hacerlo. Para aquellos que ven al poder como un fin en sí mismo, su posición institucional les pone por encima de los demás.
Sin embargo, se equivocan, pues a pesar del poder que temporalmente detentan, no son, en últimas, nada distinto al resto: mortales de carne y hueso. Pero, a diferencia de la mayoría de nosotros, que seremos olvidados lentamente con el paso del tiempo sin gloria, pero también sin pena, estos personajes indignos serán recordados, no por su compromiso con la virtud de la justicia, sino por su amor al vicio de la injusticia. Son ellos, vergonzantes, quienes pasarán a la historia como los hijos de la ignominia.