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Creo que tengo una creencia fallida que me hace más daño que bien y altera mi manera de ver el mundo. Siempre he creído en la bestia fantástica de los hijueputas1. Esta palabra encapsula, para mí, docenas de personas que he conocido y que podría jurar que no son nada distinto a eso, unos hijos de puta. Combina, aunque no de manera perfecta, con “malparidos”. Las personas dentro de esa lista pueden crear valor en sus vidas, amar a sus familias y disfrutar de sus domingos, pero no lo harán sin ser al mismo tiempo unos hijueputas. Siento que ser así es como tener ojos azules, ser alto o bajito o tener diferentes tallas de zapatos. Algo inherente a nuestro ser, contra lo cual es inútil la protesta. Tan solo nos queda discernir, cómo discernimos entre los monos y los castaños, quién es un hijueputa y quién no.
He encasillado como hijueputas a cientos de desconocidos. Malparidos con los que choco sin culpa caminando por la calle y estallan de la rabia. Tienen que ser también unos hijueputas, siempre pienso, cuando llegan a la casa. Van a hacerle siempre mal al mundo. También he metido en ese cajón a algunos compañeros del colegio que vi trampear, inventarse chismes, abusar de sus novias y ser groseros con sus empleadas. Antes, cuando los veía todos los días y podía observar en ellos algunos momentos de calidez, no tenía la certeza de que eran unos malparidos. Hoy, con los recuerdos negativos y las rutinas diluidas en el tiempo, estoy convencido de que son unos malparidos y lo han sido cada día en los últimos dos años y medio que no los veo. También he metido ahí a gente que no conozco. A políticos, abogados, empresarios, futbolistas y cantantes, que me cuentan un chisme de sus vidas, una de sus decisiones profesionales o un cuento sobre algo que hacen, y entran a mi cajón de malparidos; en mí entra una profunda convicción de que esos hijueputas nunca van a hacer nada bueno con sus vidas. Aunque metan goles, saquen buenas canciones, ganen elecciones, todo será, como ellos, una malparidés.
Tanto creo en la fantasía de los hijueputas, que duré casi un año tratando de contestar, de manera binaria, si yo era uno. Le hice un daño imperdonable a una persona que amaba y la perdí en mi vida. Cuando me sentaba a narrar y reflexionar sobre mis acciones, me decía, “es que nadie distinto a un hijueputa es capaz de hacer eso”. Y me sentí hijueputa. Y por algún tiempo pude haber jurado que los huevos que cocinaba por la mañana estaban infectados de mi hijueputés. Y aunque me logré perdonar y trato de hacer la distinción entre haber sido y ser un hijueputa, no apliqué esa reflexión para todas esas personas que tildaba de hijueputas. Porque yo no soy uno. Yo solo fui uno por un ratico. ¿Pero ellos? No, esos sí son unos hijueputas de tiempo completo.
Pero no he logrado deshacerme de los hijueputas. Es irracional. Es una concepción blanca y negra en este mundo gris. Entre más he crecido, siento que madurar se ha tratado mucho de eso: convertir los blancos y negros en grises; sobre aceptar la complejidad del mundo; aprender sus patrones, sí, pero no asumirlos certeros ni absolutos. Este último fin de semana me lo confirmó.
Viajé a visitar unos amigos. Cuando nos vimos, una amiga me presentó a un nuevo tipo con el que estaba saliendo. Desde el principio no me gustó mucho su saludo ni sus comentarios. Se burlaba de personas que no conocía, era materialista y su línea de trabajo, por ponerlo en buenos términos, era moralmente dudosa. No me demoré mucho en añadirlo a mi lista. Tampoco me demoré en añadir a su amigo, que, a pesar de divertido, peló su cobre siendo machista y tratando mal a unos meseros (un atributo muy común entre mis hijueputas). Me convencí de que los dos lo eran, y, aunque compartí dos días con ellos, fue algo que prevaleció en mí cada vez que interactuamos. Funcionaba como un prejuicio de cierto modo.
Al final de la última noche fuimos por unas cervezas para cerrar el paseo. Nos sentamos a conversar de nuestro país (todos éramos colombianos en el extranjero), y de nuestras experiencias compartidas. Hablamos de nuestro privilegio, de nuestra obligación por devolver un poquito al país. Hablamos de nuestra frustración frente al narcotráfico y la violencia, atributos que parecen inamovibles en nuestra identidad nacional. Ellos aportaron comentarios valiosos, sinceros y de corazón. Manifestaron su deseo por un país más justo, más equitativo y solidario. Hasta fueron respetuosos con nuestras diferencias en posturas políticas. Pero, en toda la conversación, en mi cabeza, hubo una disonancia cognitiva. No podía creer que estos hijueputas estaban siendo queridos. Al final de la noche, cuando reflexioné sobre la conversación mientras me lavaba los dientes, descalifiqué sus comentarios como una farsa por aparentar deseables a la sociedad. Retuve, por decisión unánime, su estatus de malparidos porque me daba duro que el mundo tenía que ser así de gris.
Karl Marx definió algo valioso sobre las ideologías. Para él, las ideologías nacían y se construían a través de las contradicciones que asumían. Básicamente, la única manera de justificar algo que es contradictorio es convirtiéndolo en una ideología. Hoy, mi creencia en los hijueputas se ha convertido en eso: una fantasía contradictoria que me ayuda a racionalizar (de manera incorrecta) el mundo. Aunque estoy casi seguro de que es incorrecta, me es imposible descalificarla en los momentos de dilucidar mi mundo social. Me sirve para separar las personas con las que quiero convivir y con las que no. Aunque me demore, espero que, con los años, logre seguir mezclando los binarios. Sobre todo, en este tema que se me dificulta.
Pero la verdad es que sí hay mucho hijueputa por ahí.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/
1Mi lista de hijueputas contiene, por ejemplo, para ayudar a hacerse a una idea: a Daniel Quintero, Neymar Jr., Elizabeth Holmes, Gerard Piqué, Alex Jones, Donald Trump, María Fernanda Cabal, Jair Bolsonaro, Pablo Escobar, Piedad Córdoba, Carlos Castaño, Santrich, etc.