¿Dónde empieza la vida?

¿Dónde empieza la vida?

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“Intentamos hacer pronósticos creyendo que dominaremos un futuro que somos capaces de imaginar con antelación”

Irene Vallejo, El futuro recordado.

Hace ocho años me gradué de la universidad. Llevo ocho años deambulando, sin un norte y sin las certezas que debería dar la profesión. El diploma está enmarcado y lo protege un vidrio del paso del tiempo. Ese mismo tiempo que a veces me recuerda que ya llevo más años fuera de la universidad que los que duré en ella. ¡Y tanto que soñé con ese cartón! Creí, ingenuamente, como todo lo que uno cree cuando piensa en el futuro, que al graduarme la vida estaría resuelta. Me aferré, una vez más, a esa falsa ilusión colectiva de creer que ser alguien era tener un título universitario.  

No soy el tipo de persona que descubrió su vocación a cierta edad o que eligió inequívocamente a lo que se quería dedicar. Nunca me han gustado las etiquetas, ni encasillarme en nada. Llevo ocho años, quizá más, en esta búsqueda. Mi única meta clara y constante ha sido la de ser un buen ser humano. Hacerme cargo de mí, de mis responsabilidades, de mis emociones. Sanar mis heridas. Aligerar la carga. Hablar sin temor. Confrontar sin remordimientos. Tener más empatía, no desde una postura exclusivamente ética, sino con todo lo que conlleva, dialogando con crudeza con los otros, con amigos y familiares, con extraños incluso. Indagar en el terreno inconquistable que es la historia de cada persona. Vivir sin la brújula apuntando a una carrera, a un cargo, a un salario, a comprar casa, carro, tener hijos. Como dice mi papá: vivir sin manual.

Sin embargo, el título, la vida en pareja, algún trabajo empieza a generar una idea de lo que es la estabilidad, el crecimiento, el progreso. Los lugares en los que he trabajado fueron posibles por ese cartón firmado por el rector de una universidad que me valida como profesional, a los que llegué sin saber nada y de los que me fui sabiendo mucho menos. La experiencia lo que deja, como lo vengo comprobando después de ocho años de dejar la academia, es un montón de preguntas y de cuestionamientos. Más dudas que certezas. Todo esto es ser adulto. Cargar con el peso de las decisiones, de las renuncias, del paso del tiempo que a los veinte años uno cree que no pasa, que es estático. Nunca me sentí tan inmortal e invencible como en mis días de estudiante universitaria.

Me he dedicado estos años a crecer, a cambiar, a refutarme yo misma mis creencias. Por eso lo único que ha sido y es sostenible en mi existencia es la escritura, porque en ella me he descubierto, y todavía me sorprendo cuando leo mis ideas anteriores, lo pequeño que era mi mundo y cómo la vida me lo ha ido abriendo. La vida, es decir, los libros que he leído, las canciones que he escuchado, los viajes que he realizado, las personas con las que me he cruzado (estas han sido las más determinantes), lo observado, a lo que le he puesto mi atención plena.

Hoy puedo decir con certeza que, incluso en esos días en los que solo leo y escribo y me tomo un café en pausa, pensando qué quiero hacer, a qué vine a este mundo, con toda la carga de la ansiedad que eso conlleva, algo aprendo, algo descubro. Mi mundo interior cambia. Porque esa quietud y ese detenimiento ante lo obvio que es “encontrar un trabajo y sobre todo mantenerlo” me ha permitido concentrarme en lo no tan evidente. En los pequeños relatos que se encuentran todos los días en una conversación con un vecino, en el titular de una noticia, en la foto de algún conocido o desconocido en Instagram. Ese deambular sin norte desde que salí de la Facultad de Ciencias Sociales ha sido la experiencia más real de mi vida y también la que me permitió ponerla en perspectiva, detenerme a mirar con retrovisor lo vivido y empezar a darle un sentido. Reconfortarme sabiendo que no he perdido el tiempo, que todo es ganancia.

Hoy recuerdo ese pasado que en ese momento veía como el futuro, la promesa de lo que vendría después de cinco años de universidad, esa urgencia por abrirme paso en el mundo como fuera, y no puedo dejar de preguntarme: ¿dónde empieza la vida? ¿En el instante en que la vivimos o cuando empezamos a recordarla y a construir sobre eso que hemos aprendido?

Tal vez no he deambulado tanto como creo, porque no es la búsqueda profesional la que me motiva. Lo que me inspira es la condición humana, encontrar la belleza aun en medio de cualquier dolor, ser un puente para otros, contar mi experiencia con la única pretensión que la de llegar a los oídos correctos, a quien necesite mi voz o estas letras.

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