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Juan Felipe Gaviria

Los cuentos casi siempre son reales

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Mi abuelo había sido nuestro paseo. Programaba las navidades, los fines de semana que subíamos todos a la finca, las visitas a su apartamento a comer donde los adultos tomaban vino en el balcón y los nietos nos entreteníamos con lo que hubiera a nuestro alcance. Explorábamos la colección de documentales que mi abuelo mantenía debajo del televisor. Mi favorito era uno sobre el Ártico, que empezaba con uno de esos buques rompehielos haciéndose su camino por ese inhóspito sur, miedoso y uniforme en su blanco. También pedíamos la contraseña de su computador nuevo para que nos abrieran una página de internet que nos dejaba explorar especies de insectos y mamíferos del África. Las fotos coloridas, en lo que ya es una anticuada pantalla, fueron un entretenimiento hermoso en esas noches. Casi siempre las visitas terminaban con todos los primos dormidos en la gigante cama de mis abuelos con el televisor prendido en cualquier programa de muñecos. Nos cargaban hasta el carro sin despertarnos y, como por arte de magia, nos levantábamos para el colegio en nuestras respectivas casas.

En esa época, a los siete años, cuando me lanzaba en sacos de cuido de perros por la loma que demarca el lote de la finca, no me imaginaba que estaría alguna vez solo en esta casa, en nuestra casa. Ni siquiera era capaz de imaginarme a los adultos solos en la finca. Para mí esta casa venía con gente, no podía existir sin el ruido de las ollas en la cocina mientras mi abuela peleaba con Gloriecita para hacer el almuerzo, o la música clásica de mi abuelo derramándose desde la sala en los cuartos al disgusto de los nietos más jóvenes, o mis tíos y mis papás sentados en las bancas de afuera, con cervezas y picadas para acompañar conversaciones políticas, casi siempre alineadas.

Cuando terminé de amarrarme las botas, me despedí de Gloriecita y don Emel y les dije que iba a irme sin celular por el camino de siempre. Que volvería por ahí una hora, porque eso es lo que me demoro en aburrirme solo.

Me acordé de las primeras veces que había caminado esta destapada. El papá de mis primos más cercanos era un aventurero. Le gustaba salir, joder en la naturaleza, explorar y caminar. Entonces, cuando la tierra de ese tablazo de fincas en Fizebad seguía virgen, él salía a explorar los caminos que estaban hechos y a delinear los que estaban por hacerse. Cerca de la casa y lejos del monte profundo, encontró uno que bajaba una loma en forma de zeta. Quedó entonces bautizado el camino Zeta. Era una aventura simple y entretenida. Subíamos por la montaña que protegía el flanco sur de la finca, caminábamos un poco, y volvíamos a coger para abajo escribiendo esa letra, tomando las curvas apretadas, recogiendo palos, tirando el musgo del piso, asustándonos con los huevos de culebra y llegando al destino del camino: una tierna quebrada que cruzaba la calle destapada que nos devolvía a la finca.

Mientras fuimos creciendo, nuestra pereza y ganas de explorar el mismo mundo que ya habíamos visto un millón de veces fue desapareciendo. Optábamos, en lo que los adultos describían como aborrecencia, por quedarnos jugando cualquier cosa en el celular o el Play en lo que solía ser el estudio de la casa pero que ahora, por nuestra permanente presencia inmóvil, mis tíos habían bautizado como la cueva. En esas épocas, en los fines de semana que subía toda la familia, mis primos y yo rechazábamos los horarios colombianos y nos ajustábamos, sin querer, a nuestro propio mundo nocturno, levantándonos a la 1 de la tarde y durmiéndonos a las 5 de la mañana. Levitábamos entre 3 pantallas y salíamos únicamente a reclamar la arepa de chócolo que nos esperaba en la cocina, o cuando llamaban desde la chimenea, donde siempre se reunían todos después de que se iba el sol, gritando ¡chicos, trajeron queso asado!.

Hoy me arrepiento de no haberme unido más a esas conversaciones en la chimenea de nuestra finca. Prendíamos la leña sin mucho apuro y designábamos un encargado, que casi siempre era yo, para que mantuviera la llama despierta. Cada rato llegaba un plato con chorizos, arepas, quesos asados, morcillas, empanadas o chicharrones que esparcían un silencio absoluto y rendían la sala a los mordiscos de todos; como unos muertos de hambre. Pero la noche casi siempre se concentraba en la gran pantalla del fondo, donde proyectábamos los mejores conciertos de la humanidad. Y casi siempre la conversación se enfocaba en resaltar los mejores momentos, o de reírse en admiración a la capacidad de los grandes artistas. Pavarotti, Bryan Adams, Depeche Mode, Queen, La Oreja de van Gogh, Buena Vista Social Club, Karol G, Maluma, Carlos Vives. No había límites en género musical y casi nunca se protestaba por una canción. Siempre había algo que admirar (o criticar, que también se disfrutaba en conjunto).

También nos gustaba poner los shows de televisión de talento de Gran Bretaña y Estados Unidos. Buscábamos los mejores clips de “Britain’s got Talent” o “The Voice” y nos bañábamos en los sentimiento fabricados y televisados que creaban esos genios del entretenimiento. Me debí haber perdido de muchas canciones y risas por nuestro encierro juvenil en la cueva.

Poco a poco, cuando fui saliendo más y fui entendiendo que los momentos en familia se van volviendo más escasos entre más sigue la vida, la chimenea empezó a quemar lo que para mí era una llama mágica. Sentía una comodidad cálida dentro de mí cada vez que lograba encontrarme en esa situación exacta. Todo siempre estaba bien entre esos vinos tintos que tomaban mis tíos y el güisqui que se aguaba en la mesita de la esquina donde siempre lo ponía mi abuelo.

En esa misma sala vi todas las navidades de mi vida. Hasta que navidad paró de ser navidad y se decidió acabar cuando paró de ser el momento más feliz de todos nuestros años y se volvió una nostalgia por la ausencia de mi abuelo. Recuerdo cómo en sus baldosas de ladrillo poníamos los regalos que iba trayendo toda la familia extendida. La casa se llenaba de gente y de colchonetas para acomodar a todo el mundo. Siempre nos sentábamos afuera toda la tarde a disfrutar de los últimos calores antes de que la noche del oriente y sus vientos frescos movieran a toda la tropa a la sala y su chimenea.

La rutina de esos días siempre era igual: en la mañana mi tía se sentaba con mi abuela a terminar de empacar los regalos; llegaba Mauricio, un gran amigo de nuestra familia, con empanadas y una botella de aguardiente para conversar y reírse con todos bajo la sombrilla del patio; antes de almuerzo mis primos partían a pasar el día con la familia de mi tío y me dejaban en soledad con los adultos. Poco a poco la familia iba llegando y nos sentábamos afuera a que pasara la tarde con cervezas, conversaciones y casi siempre algo de pólvora. Al caer la noche, los nietos ansiábamos la llegada de la tía Ana para que pudiéramos, por fin, repartir los regalos con mi Tía Abuela “Na”, hasta que mi papá llegaba disfrazado de un personaje histórico y se ponía a repartir objetos extraños y polvosos que se escondían en los rincones de los closets. Hacíamos rondas de rifas en la sala entre grupos (edades, géneros, generaciones); la noche acababa en la madrugada en las docenas de colchonetas. Eran mis días favoritos en el mundo. Armoniosos como ninguno. Predecibles, pero siempre novedosos. Mágicos.

Cruzaba ya la quebrada donde terminaba el camino Zeta cuando recordé los momentos en que iba con mi papá y mis primos a tratar de interrumpir su agua con una represa improvisada. Recordé también momentos de años después, como cuando, bajo el mismo hechizo de la nostalgia en el que estaba ese día, traje a mi primer amor a disfrutar de la magia de esta quebrada helada que me había visto crecer. Ella y yo nos solíamos escapar de su familia goda a esta finca de libertad a disfrutar de nuestra compañía y abandonar todas las preocupaciones del mundo real. Muchas veces nos veníamos caminando a quitarnos los zapatos y mojar nuestros pies en esas aguas heladas de la tranquilidad. Volvíamos a la finca hablando de todo y de nada. Fueron los únicos momentos donde la casa se sentía igual de hermosa a cuando mi familia estaba en ella. Nuestro amor era capaz de llenarla, quizá porque tenía la certeza de que los momentos con ella allá serían tan especiales como los que había vivido con mi familia.

Seguí y cogí la carretera que subía la parte de la montaña que llevaba a una vista que mostraba todo el esplendor del oriente. Sus montañas siempre verdes que añaden relieve sin nunca bloquear todo lo que hay por ver. Sus yarumos blancos que le regalaban un color único a las vistas. Los guayacanes, que al principio y final de cada año se robaban el espectáculo con su amarillo arrasador. Es un paisaje que me tranquiliza en un mundo que parece siempre estar cambiando. Que espero que siempre sea igual.

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