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El trabajo es buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, darle espacio y hacerlo durar.»

Marta Peirano.

Aquello de que la lectura y la escritura salvan es cierto en muchos niveles. Al menos para algunos de nosotros. Simplemente toparse con una frase que dibuje un lazo invisible con alguien desconocido, en otros lugares y otros tiempos, ese consuelo instantáneo de no saberse solo en lo más profundo.

Eso percibía, por ejemplo, al leer al escritor Juan José Millás —que seguro lo sintió a su vez— citando a la autora danesa Tove Ditlevsen: “Me siento frente a la máquina y empiezo a teclear para que crean que trabajo mientras pienso con pena e inquietud en la oscuridad que se cierne sobre el mundo”. Les pasa a otros, me digo, y entonces me siento más apta, menos intrusa en esta sociedad de la productividad indiferente. Hay otros como yo.

Es fácil sentirse perdido cuando el sistema propone —ordena— el afán y la producción a todo dar, y la propia esencia contrasta estrepitosamente con ello. Hay quienes pueden olvidarse del mundo para producir, y hay otros que creamos burbujas dentro de la producción para adentrarnos en la comprensión de ese mundo, como si saliéramos a la superficie tras un buen rato bajo el agua, y así, quizás, acariciar la inspiración.

Recuerdo, hace ya años, siendo empleada, esa necesidad urgente que me llevaba a buscar espacios mínimos para leer sobre la actualidad internacional —¡sobre la vida!— en la oficina. Me sentía como una impostora, a pesar de que hacerlo me llenaba de ideas, cuestionamientos y ganas de perseguir la esperanza en las formas más diversas.

Asustados al ver a tantos otros perfectamente adaptados al sistema, los inconformes —y enamorados de otras vidas posibles— exploramos caminos plagados de incertidumbre y de voces que susurran que por ahí no es. “Incluso nos sentimos culpables si nuestras ocupaciones no tienen la angustiosa presión de la prisa: nos enseñan a preferir la asfixia al vacío”, decía Irene Vallejo en su columna Placeres en las ciudades malditas.

Se necesita valentía para buscar el propio lugar en el universo, sobre todo cuando uno siente el desencaje del molde casi de entrada. Para eso tengo otra lección que me ha dado el jardín del que tanto les hablo y que he llamado la poda extrema. Al principio era escéptica cuando, al ver arbolitos raquíticos para los que no parecía haber esperanza, me recomendaban podarlos de una manera que se sentía más como su aniquilación. La sorpresa al verlos llenarse de brotes, engrosar su tronco y empezar a renacer no es sino la muestra de la capacidad de la vida para regenerarse al volver a empezar.

Cuando, lentamente, nos desconectamos de lo que tenemos dentro, pasa que nos secamos y nos desprendemos también del exterior. Hay una escena bellísima en la película La noche de 12 años, sobre el periodo de Pepe Mujica en la cárcel, en la que uno de sus compañeros, rendido después de años de aislamiento y ya casi inmune a la tortura, le dice a su verdugo: “Yo antes pertenecía a este mundo. Ahora todo me es ajeno. El canto de los pájaros. Usted me es ajeno.”

Basta de echar raíces en tierras equivocadas. Recuerda la periodista Marta Peirano un poema de Paul Éluard que dice que “hay otros mundos pero están en este”. Por eso no hay que parar de buscar jamás —ni dejarlo para después—, hasta encontrar el terreno que nos llene de vida. Tenemos que sabernos podar para que la existencia no nos sea ajena. Para vivir —que ya es bastante— se necesita inspiración.

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