La soledad del mundo

La soledad del mundo

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Por momentos me invade el pudor y pienso: no voy a opinar, no voy a decir nada, a quién le importa lo que piense. Luego, cuando recuerdo que existo y que tengo los mismos derechos que todos, me digo: no me tengo que callar, aun cuando nadie me esté escuchando. Mis opiniones y este espacio son míos, son tan propios como mi libertad de pensamiento y de expresión.

Este es el lugar donde puedo desahogarme, conocerme, entenderme, descifrarme. Llevo varios días en una especie de estupor por diferentes razones, y tal vez, por todas las que puedan existir. Es que el mundo no se detiene y tampoco cesan las calamidades, las tragedias, los dolores, las injusticias, lo agobiante. Sí, que también hay que ver lo bonito, agradecer por cada día nuevo, por la salud, por la familia, por lo simple y cotidiano de la rutina propia, por tantos regalos que nos da la naturaleza. Abrir los ojos y poder ver, oler, respirar, sentir, caminar y saborear un café es hermoso, pero también de ahí, de valorar ese instante presente, es de donde surge esa ansiedad, ese aterrizaje frenético en la realidad, en el planeta en el que vivimos que es cruel, inhumano, desigual, bárbaro.

Cuando cierro los ojos y doy gracias por todo lo que tengo también pienso en tantos desdichados, en las millones de personas que se acuestan con hambre y se levantan sin saber qué van a comer, en los niños huérfanos, maltratados y abusados, en los animales abandonados y torturados, en las familias rotas por culpa de la ambición, el egoísmo y la avaricia que habita en nuestra especie, en los presos que viven en condiciones deplorables desprovistos de cualquier asomo de bondad e higiene básica, en los sirios y su absurda guerra civil que ya a nadie pasma, en la crisis de violencia de México y su ola de feminicidios. En Colombia, en sus falsos positivos, y en cómo aún hay personas que se atreven a decir que es una mentira, porque claro, hacer de cuenta como si no pasara nada es mucho más sencillo que hacerle frente a la verdad.

Y entonces, cuando estos pensamientos se convierten en un torbellino en mi cabeza, por más que busque recursos o herramientas para volver a la calma, conectarme con el instante presente y no atormentarme por lo que no puedo controlar, el desasosiego que me invade permanece por horas, días, semanas; y creo refugiarme en el silencio, pero en el fondo solo estoy ahogando por dentro todo lo que quiero expresar que, en ocasiones se torna confuso y aturde. Agota. No pienso en tantas personas que sufren para sentirme mejor y enaltecer mi existencia desde la comodidad o para pensar la típica frase frívola “Hay quien está peor y no se queja”, pues esa postura es ingrata y no justifica nada. No deberíamos vivir en una sociedad tan desigual con mandatos arbitrarios que solo favorecen a unos pocos.

Dos pisos debajo del mío vive una familia de ucranianos, que no llegaron a Colombia por la invasión de Rusia, pero que observan con tristeza y resignación lo que ocurre en su país. Una vez me los crucé en el ascensor y lo único que se me ocurrió decirles fue: “Im sorry”. A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, pero me sonrió y me dijo “thank you”. Días después me enteré de que en el mismo edificio vive un hombre ruso al que le cancelaron la visa de Estados Unidos simplemente por su nacionalidad, y me di cuenta de que la tragedia lo persigue a uno a donde vaya sin importar el lugar de la tierra en el que esté.

A veces me pregunto en qué momento ser de un país puede significar una fortuna o cargar con una cruz enorme que no nos deja andar, y me parece que la soledad del mundo es tan honda, profunda y diversa como cada persona que lo habita, y sin remedio, como especie, ahondamos en ella todo el tiempo cuando seguimos eligiendo la autodestrucción. De todas formas, como escribió Velibor Čolić en Los bosnios: “No importa, quememos, aniquilemos, más tarde encontraremos buenas razones para haber actuado de ese modo”. 

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