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Estaba perfectamente preparada para esa reunión. Había leído cientos de veces mis notas, había repasado la presentación. Creía conocer el tema, llevaba trabajándolo y estudiándolo años. El corazón me palpitaba más rápido y fuerte de lo normal, algo de nervios tenía a pesar de ser yo una persona a la que se le facilita hablar en público. Comencé a hacerme en mi cabeza las posibles preguntas que mis interlocutores me harían y a reflexionar sobre cuál respuesta sería la correcta. Hice una lista en mi mente de los temas en los que podía profundizar. Llegada la hora, respiré profundo, me llené de fuerza y expuse. Expuse con detalles, con seguridad y naturalidad. Les entregué información tan precisa y detallada que las preguntas fueros pocas. Me llenaron entonces de felicitaciones, de halagos.

Salí de esa sala, volví a respirar y lo único que pensé fue – que descanso, nadie se dio cuenta de que realmente no se nada del tema. Tuve mucha suerte, no preguntaron nada difícil, tampoco los vi muy concentrados, seguro ni me prestaron atención… en fin, por lo menos no se dieron cuenta de que lo que dije no era realmente importante.

Esa soy yo, la impostora. La que no se cree sus éxitos, pues estos solo son causa de la buena suerte. La que se excusa cuando la halagan menospreciándose, la que cree que los demás no se dan cuenta de que realmente no sabe mucho de lo que habla, la que a pesar de estar muy bien preparada siente que no fue suficiente, que faltó lectura, que faltó estudio. La que todos ven como una mujer segura de sí misma, fuerte, decidida, pero que en la intimidad de su vulnerabilidad se pregunta constantemente si esto si será así, si no es más que una imagen distorsionada que los demás perciben de ella, si todo lo que le pasa no es más que un golpe de suerte.

7 de cada 10 personas en el mundo padecen (¿padecemos?) del síndrome del impostor. Nunca sentimos que estamos a la altura del desafío, ni que somos suficientemente buenos. Creemos que nuestros logros solo se deben a factores externos, a simples casualidades. Vivimos con temor de que los demás se enteren de que solo fingimos, de que vean quienes somos realmente (con esa muy distorsionada imagen que tenemos de nosotros mismos) y que no somos tan inteligentes como parecemos.

El síndrome del impostor aunque lo sufren hombres y mujeres, pareciese ser más severo en nosotras. Algunos estudios al respecto mencionan que este se presenta 18% menos en los hombres y que los estereotipos de género son un gran causante del mismo.

Lo más complejo de esto es que las personas que en algún momento hemos sentido sus síntomas somos más propensas a sufrir episodios de depresión y ansiedad, todo esto porque tendemos a ser más duras con nosotras mismas, a exigirnos más, a trabajar más de lo debido, a nunca estar satisfechos. Somos más vulnerables y nos tragamos esa vulnerabilidad, porque jugar el rol que creemos estar jugando supone dureza. Finalmente creemos que somos impostores, así que hay que seguir aparentando.

No tengo muy claro como, desde mi propia individualidad, puedo controlar mi más profundo instinto de quitarle valor a mis éxitos, pero creo que por lo menos hablar del tema puede ayudar.

He visto entonces a amigas talentosísimas, inteligentes, elocuentes, avergonzarse de sus victorias e intentar ni siquiera mencionarlas, he visto a amigos ingeniosos, creativos y supremamente capaces, negar su maestría, rechazar los halagos, y me he visto a mi misma negando mi camino y mi capacidad, todo esto por el simple miedo a aceptar nuestras fortalezas y vulnerabilidades.

Entonces, ¿cómo sería el mundo moderno si más de nosotros, dotados de un amplio ingenio e intelecto, fuésemos capaces de mostrar lo bueno que somos, las ideas que tenemos, los recursos con los que contamos y no nos quedáramos en la sombra esperando a no ser descubiertos?

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