Un llamado a la calma

Un llamado a la calma

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Ayer a las diez de la mañana tenía otra columna lista para publicar hoy, pero ocurrió algo que me llevó a escribir este texto. Una discusión por política en un chat familiar me hizo pensar en lo que está ocurriendo en Colombia y en cómo este desgaste desenfrenado y colérico por las elecciones nos tiene al borde la locura. Si el país se va al carajo —igual ya lo está— de cuenta de alguno de los dos candidatos que gane la presidencia, no podemos permitir que las familias, la base de la sociedad, se vayan también a él.

Todos tenemos miedo, angustia, desesperanza. Para unos, el cambio es Gustavo Petro; para otros, sería la perdición. Para unos, Rodolfo es la salvación; para otros, un tiro al aire que puede devolvérsenos. Dos posturas ideológicas enfrentadas que nos tienen como caníbales, lanzando mordiscos y escupitajos a los que piensan distinto. Hace poco leí que el problema del país no son los políticos que llegan al poder, sino nosotros mismos con esta rabia e insensatez con la que estamos llevando los debates, la conversación de lo que se nos avecina.

Ninguna persona es ajena a la política, nadie puede salirse de ella, aunque mire para otro lado, se tape los oídos o no vea noticias. Lo que hay alrededor nos afecta, el país en el que vivimos es el mismo, a pesar de que sus realidades sean tan distantes. Y en el fondo, todos queremos lo mejor: seguridad, confianza, inversión, orden, libertad, menos desigualdad, más empleo, menos pobreza, respeto por la vida. En serio, no conozco a nadie que esté deseando que al país le vaya mal. Estoy convencida de que cada ciudadano que ha salido a votar lo ha hecho con la convicción de estar haciendo lo correcto.

Siento que todo lo que estoy escribiendo es obvio. Pero en este remolino electoral se nos está olvidando lo fundamental: que después del 19 de junio seguiremos siendo hermanos, hijos, primos, amigos, pareja, tíos, sobrinos, empleados, empleadores, colegas, compañeros, ciudadanos colombianos. Estamos perdiendo de vista que la condición humana no se pierde por ideologías y que, si vamos a contradecir al otro por su postura, se hace desde lo programático y lo técnico, no desde su esencia.

Basta de aducir a los asuntos de género, edad, religión o estrato social para atacar la opinión de los otros. No, no son solo los jóvenes “a los que no les tocó el país antes de Uribe” los que apoyan el Pacto Histórico. Tampoco todos los mayores de sesenta años son godos; ni los de izquierda son brutos o guerrilleros, ni los de derecha son más inteligentes ni “paracos”.

Hace poco hubo una discusión idiomática —en otro chat— porque alguien planteó lo que significa la sensatez. Si únicamente el otro nos parece sensato cuando compartimos sus ideas, y si es insensato inmediatamente por no estar de acuerdo con él. El tema da para mucho y puede llegar a ser un debate tan filosófico como lingüístico. Mi conclusión es que sensata es aquella persona que es consciente de lo que dice, cómo lo dice y a quién se lo dice y, por supuesto, su actuar va acorde a su pensamiento, pero eso solo lo sabe cada uno.

Hoy hago un llamado a la sensatez, a la calma, a la capacidad de elegir las discusiones, las confrontaciones y las personas con quien las tenemos. No todo es digno de debatirse por el hecho de llevarnos un punto o de tener la razón. Todos estamos librando batallas internas que van más allá de las elecciones del domingo, que también nos ponen en evidencia con lo que pensamos, sentimos y hacemos. Elegir no es fácil. Pero elijamos bien a qué le damos el valor y la prioridad que se merece. El sueño del país lo vamos a construir entre todos, y nadie va a ponernos a salvo de nosotros mismos.

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