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Realmente no me gusta el conflicto. Creo que pelear por política, distanciarnos de las personas que amamos por lo que yo veo como diferentes interpretaciones de los mismos valores, alegar por Twitter con personas que no nos suman ni nos restan, es contraproducente. Es decir, ese conflicto surge precisamente por nuestra aparente necesidad por demostrar que tenemos la razón. Nos enganchamos en alegatos porque queremos que la otra persona sepa que está en lo incorrecto, y nosotros en lo correcto. Y esperamos que las personas pasen de la incorrección a la iluminación intelectual que nuestras ideas representan, a través de los alegatos, los insultos. Y de ahí parte la polarización. Nos cuesta mucho aceptar las posturas de otras personas como eso mismo; simples posturas, basadas en sus experiencias personales, en su interpretación del mundo a su al rededor. Tan válidas como las nuestras. A la sociedad colombiana, que tiene las raíces más profundas de pensamiento binario que tal vez cualquier otro país latinoamericano, aparentemente le duele el no tener conflicto. Y no nos hemos dado cuenta que la diferencia no es sinónimo de violencia. 

Cuando estaba en once, en el penúltimo año del colegio, estaba compitiendo con una compañera para una posición de poder dentro de una de las extracurriculares que más me importaban. Estaba convencida de que me iban a escoger a mí y ahuyentaba las dudas diciéndome a mí misma que yo tenía más experiencia, tenía más carácter, nunca me había conformado con lo mínimo, siempre decía exactamente lo que pensaba. Pero la escogieron a ella. Y me llegaron por voces terceras en los días que le siguieron a esa noticia tan desgarradora, esa que puso en duda mucho de mi valor, que la persona que tomó la decisión estaba diciendo que yo era muy conflictiva. Intimidaba mucho a las personas. Conmigo no había espacio para el diálogo. Iba a ser una dictadora y no una líder. Y eso me desgarró más que cualquier otra cosa. 

Me tomó mucho trabajo desempolvarme de esa caída. Porque fue una caída de egos, de autoestima, se disolvió una amistad de años. Pero hoy en retrospectiva puedo decir que no, no es que yo fuera conflictiva. Tampoco es que no pueda aceptar la diferencia. Conmigo siempre hubo diálogo pero eso sí, para la persona que lo buscara. Porque hubo muchos, muchísimos (y el calificativo masculino ahí no es coincidencia), que intentaban entablar conversaciones conmigo con la meta de pelear, de darme rabia. Especialmente contra mis opiniones feministas, que a diferencia de muchos a mi al rededor que se declaraban feministas de puertas para adentro, para que nadie los oyera, yo pensaba que entre más me asociaran con la igualdad, mejor. Había ciertos comentarios que sabía que decían para herirme, y que tristemente. Y ahí les digo: la diversidad de opinión claro que es fantástica, pero la diferencia de valores no. Si no me estoy sintiendo respetada, escuchada, valorada, simplemente no hay diálogo. Punto. Y claro que puede haber conflicto. Pero no significa que sea una persona conflictiva.  

Hubo peleas, y muchas. Mientras intentaba dominar la llamarada de indignación que surgía en mi pecho, me enganchaba en las mismas peleas que ahora sé que llevan a la polarización. Y aunque sabía que ser tan abierta sobre mis convicciones era algo peligroso, cuando me reservaba mis pensamientos la llamarada de indignación se transformaba, y pasaba a estar indignada conmigo misma. Por comprometer lo que yo pensaba, mis valores, para la comodidad de los otros. Entonces decidí comunicar lo que pensaba, siempre. Aunque me costara amistades, y llevara a malas miradas y comentarios, así tal cual como sucedió cuando perdí ese puesto que tanto anhelaba. Hoy también cuestiono por qué todas las personas a mi al rededor asumieron y aceptaron tan fácilmente el calificativo que impusieron sobre mi. Realmente hay personas que hasta hoy creen que soy una persona conflictiva, alguien a quien no se le puede hablar. Recibo dudas genuinas con el préambulo de, “Salo, no es por pelear…” y me duele mi corazón. Porque bien lo saben mis amigos, y es que lo que yo más valoro, la razón por la que escribo, mis aspiraciones se basan en la diversidad de opinión. De la diferencia de pensamiento. Y esto lo sabe especialmente Miguel, ese amigo que me dio la perspectiva que necesitaba para poder entender esto que escribo hoy. Miguel, que piensa diferente a mi en tantas, tantísimas cuestiones, entre ellas la política. 

Hoy cuestiono esto por un motivo claro. ¿Qué hubiera pasado si yo no fuera Salomé, sino Salomón? ¿Si hubiera nacido hombre en vez de mujer? ¿También hubiera sido conflictivo al decir que no estaba de acuerdo con una propuesta que hizo mi jefe a las directivas? ¿Han escuchado que a un amigo suyo le digan que es conflictivo por expresar sus opiniones? Si hubiera sido Salomón, ¿le hubieran dado el puesto? ¿O también le hubieran gritado la clásica de “tiene que entender que el jefe soy yo”? ¿Después de ese grito se hubiera ido a la casa llorando como Salomé? ¿Las personas me hubieran tildado de ser un hombre de pensamiento cerrado, así como me tildan de ser una mujer de mente cerrada? Hoy, cuando soy explosiva porque me retiro de una conversación en la que me estén tratando de boba, de “retardada”, de feminazi o peor, ¿Salomón también sería explosivo? O, ¿si Salomón le hubiera pegado un puño al que le decía estas palabras, cómo lo hubieran justificado? ¿Salomón también hubiera sido intimidante? Porque realmente veo a hombres a todo mi al rededor haciendo exactamente lo mismo que yo hice, opinando de la misma manera, y siguen teniendo amigos. Les siguen dando los puestos, los premios y los reconocimientos. Pensar así es muy interesante, porque aunque Salomón pensara y actuara exactamente igual a Salomé, él sería muy diferente. Por lo menos para los demás. Porque Salomé es conflictiva, y Salomón no. 

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