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Tengo una manía. De vez en cuando me urge una necesidad imperiosa de regalar —y tirar a la caneca— objetos, ropa, libros y utensilios de cocina. Como una exploradora me adentro en los cajones de los muebles de mi casa, en los gabinetes del baño, de la cocina; en los clósets, en cajitas que tengo con souvenirs de viajes, cartas y noticas, tarjetas de cumpleaños que me han dado, chécheres varios. Inspecciono, separo los que voy a dejar de los que se van a ir. Unos directo a la basura porque tienen algún imperfecto o están demasiado viejos, pero la mayoría llegan a nuevos dueños. Esta labor me da una sensación de control que no me despierta ninguna otra. Es poco sobre lo que se tiene control en la vida, pero decidir cuáles objetos habitan el hogar, su posición, su duración y, sobre todo, a dónde se mudan, es una de las formas en las que encuentro paz.
Como es una sensación recurrente, me he puesto muchas veces en la tarea de entender por qué me pasa esto, a qué se debe esa obsesión, porque lo es. Y aunque no puedo explicarlo con exactitud ni es del todo una certeza, he notado que hay un denominador común, un gatillo que dispara esta necesidad: la tristeza. Hace unos días me enteré de la muerte de un compañero del colegio quien, además, fue un gran amigo durante una época de mi vida. Me dolió, no tanto por nuestra actual cercanía, pues era nula, sino por todo lo que él representó. Siempre he creído que cuando alguien se muere algo de nosotros también se va, y algo de esa persona permanece. Llevaba muchos años sin hablar con él, sabía poco de su vida, pero eso es lo de menos. Dice Julio Ramón Ribeyro en su libro Prosas apátridas —que por cierto es bellísimo y de una profundidad sensacional— “En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre”.
Y esa es, para mí, la esencia de las relaciones humanas. Alguien cercano o lejano muere y cobran sentido los recuerdos, lo vivido, lo que estaba dormido, pero latente dentro de nosotros. No por mucho oír la voz de alguien se olvida su timbre, ni mucho menos lo dicho. Ese compañero (que por respeto a su familia omito el nombre) me enseñó mucho, me regaló momentos que están en mi memoria y que yo no recordaba porque, al igual que los objetos que se van amontonando en la casa y tapan los nuevos que llegan, los años cubren de polvo las experiencias pasadas. Y por fortuna es así, si no vivir sería insoportable. No obstante, la noticia de su muerte abrió en mí el cofre de una amistad remota, pero conservada en ese espacio de tiempo que pasó y que fue en su momento un presente y todo lo que había en ese entonces. No pude contener las lágrimas al pensar en los días donde su amistad estaba a la vuelta de una llamada, de una salida a comer helado o a una finca; y en un instante de lucidez me acordé de un CD que me había regalado en el año 2004 con una dedicatoria que no olvido: “Ama, escucha este disco cuando te sientas sola y acuérdate que las personas siempre te van a querer”, entonces corrí como loca a buscarlo en una caja que era de mi abuelo donde conservo objetos, notas, cartas y cosas viejas que tienen un alto valor sentimental, solo para darme cuenta de que ya lo había regalado en uno de esos otros momentos donde la manía de soltar, tirar y donar se había apoderado de mí.
Decepcionada de mí misma por haber regalado ese objeto que me había dado una persona que ya no existe y de quien nunca recibiré nada más, me senté en el computador a mirar la carpeta de fotos viejas, esas que producen un sentimiento extraño entre nostalgia y desagrado por ver esas versiones anteriores de uno, tan distantes de quien se es hoy. Sin embargo, ver el rostro del amigo inmortalizado en esas imágenes fue el consuelo para saber que no olvidaré nunca sus ojos, sus facciones, su mirada; su voz aguda resuena en mi mente todavía, su memoria es imborrable. La constatación de que aquellos a quienes hemos querido nunca nos dejan del todo, y aunque su muerte duela, siguen habitando este mundo en una forma volátil e inusual. Se mudaron a otro tiempo y espacio, plasmados en fotografías, vivos en los recuerdos de quienes seguimos respirando. Hasta que seamos nosotros el polvo, y sean otros los que nos recuerden.
In memóriam E.J.P.C.