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Juan Felipe Gaviria

Viajar

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Empieza todo como una premonición. Una idea casual. Un destino ideal. Localizado no solo a distancia de donde estamos, pero también alejado del presente, por allá en el futuro. Un lugar ojalá soleado, ojalá nuevo. Ojalá con música y alegría. Aunque, se admite, también puede ser frío y hermoso. Uno de esos donde se puedan probar paisajes nuevos como probamos nuevas comidas.

Regala una emoción fuerte. “Atrevámonos a soñar”, dicen muchos mientras arman sus paseos. Y entonces lo hacen. Y se empiezan a concretar las practicidades. Se va armando el combo. La idea se va contagiando y la emoción se va volviendo colectiva. Después llega el momento clave: cuando el sueño para de ser un quizá y se convierte en un conteo regresivo. La compra de los tiquetes, la reserva de la estadía, el dibujo de la ruta definitiva, y lo mejor: la celebración de que ya solo queda esperar.


Y sigue la rutina. En su ir tranquilo. Pero ya las conversaciones son asaltadas por este porvenir que parece demorarse. Que, aunque no dicta nuestro día a día, sí lo afecta. Y entonces nos atrevemos a empezar a echar cuentos de lo que pasará. “Imagínate vos por allá, tomándote esa cerveza en ese mar, volviendo a sudar no del estrés, pero del calor”. Nos osamos a imaginar e imaginar e imaginar. A soñar despiertos. Y sigue pasando el tiempo.

Y de la nada, como algo que esperábamos pero que nunca pensábamos llegaría, nos damos cuenta de que falta un mes para el paseo. Dos semanas. Una semana. Y ya toca empezar a empacar. Y ahora sí esos momentos que vienen dictan cada respiro. Empezar a dejar todo en orden para un regreso que por ahora ni siquiera podemos percibir, que no existe. Porque ese es el problema pasear: uno cree que jamás se va a acabar.

Hasta que de repente estamos de camino al oasis selecto, y aunque técnicamente no ha empezado el paseo, ya sientes la libertad de las vacaciones. Esa libertad reparadora, que incita la construcción de recuerdos, que le regala ese ritmo necesario a los años y a las vidas.

Hasta que ahora sí estás ahí. En un presente que parece que siempre ha sido parte de tu vida. Que te extrae del pasado de dónde vienes. Donde, aunque estás conociendo cosas nuevas, te sientes cómodo y jurarías que perteneces en esa alegría extendida. Y cada noche es una celebración de lo que fue hoy. Aunque como van pasando los días, por momentos, empiezas a recordar eso que nunca fue parte del plan: en algún momento se va a acabar. Pero todavía sigues en la mitad del paseo. Donde se siguen construyendo chistes internos de esos momentos, donde no paran de pasar despilfarros de los que te reirás 30 años después cuando te vuelvas a juntar con esta gente. Como un secreto de la felicidad que solo conocieron ustedes. Y escuchan las mismas canciones desde el primer día. Acordes que empiezan a absorber los momentos de felicidad, y como los chistes, siempre te recordarán a este paseo, sentado bajo el sol, hablando más mierda de la que debería ser legal, y disfrutando los juegos de mesa demasiado.

Pero ya se empieza a acercar lo que todos temían. Faltan tres noches y entonces y estamos en la de antes de la penúltima. Y después en la penúltima. Y cuando menos ves, estás en la última salida a comer del paseo, desde ya con nostalgia por algo que no ha acabado. Y son en esas últimas cenas donde es necesario encontrar un balance entre recordar todo lo que ha pasado, echar todos los cuentos que quedaron, y fomentar, en esa última oportunidad, cuentos nuevos también. Y este presente que parecía eterno, esa rutina que desde el segundo día había parecido permanente, se empieza a desvanecer. Y cuando estás montado en el plan retorno te das cuenta de que te abandonó también ese sentimiento de libertad que habías cargado todos los días. Pero, en su auxilio, llega algo que se le podría llamar tranquilidad de estar vivo. Que, como un detective que quiere encontrar la buena vida, esa semanita te dejó pistas para seguir la construcción de tu caso. Y, lo único agridulce por ahora, será cerrar esa puerta al llegar a la casa, y que la cacofonía de los buenos combos te abandone, y el silencio de la rutina te rellene los tímpanos. Y así como empezó, también se terminó.

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