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Leía esta semana el título de una columna: “El instinto animal de Putin”. Tenía connotación negativa. Se refería a su lado más cruel, insensato, tirano. Cómo si el “instinto animal” siempre fuera necesario desconocerlo, apagarlo.
Pienso que uno de los grandes errores de occidente ha sido el de disociar al hombre de la naturaleza, separar la racionalidad de los instintos. ¿Qué el hombre ha evolucionado para poder dominar y dirigir esos instintos? Sin duda. Sin embargo, me estorba ese egocentrismo con el que crecimos. Esa idea de la superioridad de la especie humana y por ende la disociación de nuestra realidad biológica.
El intento de separar al hombre de la naturaleza y pretender ponerlo por encima de esta ha calado la idea de que todo es una construcción social. Esa idea de que todo en la vida es un constructo social nos ha enajenado de nuestra parte animal, la idea de que el ser humano ya no tiene instintos y que todo lo que se hace se basa en lo aprendido desconoce las pulsiones naturales del hombre.
Me parece bonito seguir creyendo en los instintos. Me parce necesario entenderlos, analizarlos. Eso que llamamos amor no es otra cosa que el instinto natural de la especie, no una mera “construcción social” de estos tiempos. No estoy reduciendo todo a amar para procrear pero esa voluntad de la especie funciona como una fuerza biológica que provoca ciertas conductas, más allá de que cada individuo quiera reproducirse o no.
Lo decía Schopenhauer (a quien hoy describiríamos como un misógino) en «Metafísica del amor sexual», el amor es un engaño de la naturaleza para conseguir la perpetuación de la especie. “Al universo no le importan los pormenores de nuestros ínfimos romances, lo que le interesa es que la humanidad continúe su camino natural. El amor, por su esencia y su primer impulso, se mueve hacia la salud, la fuerza y la belleza; hacia la juventud, que es la expresión de ellas, porque la voluntad desea ante todo crear seres capaces de vivir con el carácter integral de la especie humana.”