Las hordas canceladoras operan bajo la defensa de alguna victima de algo, generalmente para dar voz a colectivos o sectores tradicionalmente menospreciados. En nombre de las palabras derecho, democracia, respeto y libertad, se apela a “hacer lo moralmente correcto”. La idea de tener un nuevo instrumento en defensa de minorías y de vulnerables tradicionalmente excluidos y maltratados parece un hallazgo revolucionario, sin embargo, preocupa que se está convirtiendo en algo más peligroso que solidario. Es en nombre de la inclusión que se excluyen determinadas ideas.

Se nos olvida que existe la ambigüedad. Existe el caos. Los “buenos” tienen debilidades y los “malos” son buenos papás, hermanos, hijos. El problema de Internet es que legitima comportamientos arcaicos de los que nos habíamos protegido mediante la promulgación de derechos. Llevamos siglos superando la caza de brujas, el apelar a la vergüenza pública como medio de justicia, y no obstante, con el argumento de que el sistema de justicia tradicional no es suficiente, nos devolvimos siglos, olvidando la presunción de inocencia, la imposibilidad de redención, y la vida previa al delito. Blanco o negro, hoy no hay gris.

Entendiendo que el sistema de justicia actual es deficiente, deberíamos ser igualmente capaces de reconocer que la cultura de la cancelación no es ideal. ¿Acaba siendo una amenaza contra la libertad de expresión? ¿Ser victima inmuniza contra cualquier crítica o garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable? ¿Este instrumento promueve la censura y la persecución en nombre de la solidaridad? Tal vez deberíamos al menos cuestionarnos hasta qué punto los términos en los que planteamos esta cultura de la cancelación no estarán provocando lo contrario de lo que pretendíamos: restaurar, hacer justicia.

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