Ontología de la solidaridad

Ontología de la solidaridad

Por solidaridad nos referimos a los hechos desinteresados que las personas realizan en beneficio de otros. Son acciones que no buscan más recompensa que el hecho de ayudar a los demás. La solidaridad va en dirección opuesta al individualismo, pues los esfuerzos realizados por un ser humano, que le cuestan tiempo, energía y dinero, no van a beneficiar directamente a la persona solidaria. La solidaridad es imponerse costos a sí mismo para que un tercero goce del fruto de este trabajo.

En un mundo egoísta, donde los seres humanos velan únicamente por sus intereses, la conducta solidaria resulta nociva. El individuo se castiga para premiar a otros. Reduce su bienestar material y la fatiga resultante no le aporta nada para su prosperidad. Desde la estricta racionalidad del individuo, no hay explicación ni justificación para el altruismo.

Pero los seres humanos nunca están solos. Nacen en familias. De los padres que les crían, reciben atención, alimentación y vestimenta, que les vienen en virtud de un ejercicio solidario. Los padres no perciben más recompensa que la satisfacción generada en el bienestar de sus hijos. Su felicidad es también suya. Y su esfuerzo no remunerado continúa, se supone, hasta que su progenie pueda cuidar de sus propias necesidades.

Algunos seres humanos, generalmente hombres, dan la espalda a sus hijos. Huyen de la exigente tarea de velar por quién no puede hacerlo por sí mismo. Sienten que su energía se pierde en vano y que el esfuerzo invertido en su descendencia es al mismo tiempo bienestar que se drena de su persona hacia sus hijos. A sus ojos, su hijo indefenso parasita la prosperidad que, de otra forma, se quedaría para ellos. Aportar para beneficio de los hijos se torna en un castigo.

Es imposible entonces que exista el impulso altruista, si el bienestar propio no es afectado por el de los demás. En el caso del padre que da la espalda a su hijo, equivale a que el padre niegue que el menor es su sangre y que su felicidad es también la suya. Al no existir en la mente paterna un vínculo lo suficientemente intenso, la fatiga causada en el efecto solidario se vuelve un lastre que amenaza el futuro y la salud del padre, que es lo único importante en su escala de valores.

Si se piensa en la ciudad como en la extensión de la familia, habría posibilidad de trabajar no solo en beneficio del círculo familiar. También se justificará ayudar a los vecinos en momentos de necesidad. Se aportará, ya sea con trabajo o con recursos, a la construcción de un proyecto común que beneficiará a la comunidad. Se luchará en nombre del grupo, pues la seguridad de unos es la seguridad de todos. Incluso puede realizarse el acto último de generosidad: entregar su vida, siempre que pueda ser provechoso para quienes están dentro del círculo solidario.

La noción de un destino compartido refuerza la acción común y la empatía entre las personas. Se extiende en este caso la definición de solidaridad, pues ya no será únicamente un acto desinteresado que impone costos a unos para usufructo de otros. Cuando existe el destino común, lo que hago por los demás también lo hago por mí mismo. Entiendo que el bienestar de otros me aporta mucho más que satisfacción emocional. Veo un vínculo directo entre la suerte mía y la de la comunidad. No solo ayudo a la comunidad porque su felicidad es la mía. Lo hago, porque también lo es su desgracia. Y para que los problemas de las personas en mi entorno no terminen por afectarme, me apuro en ayudarles.

Este último caso de solidaridad, la del destino común, resuelve la aparente contradicción entre individualismo y altruismo. Los individuos pueden velar por los demás sin descuidar su propio bienestar. Más aún, lo hacen, porque puede redundar en beneficio de sus propios intereses.

Es decir, cuidemos de los demás porque debemos cuidar de nosotros mismos.

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