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Manuela Restrepo

Aprender a vivir sin el amor de la vida

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"Han pasado 3 años y creo que el aprendizaje llega con el tiempo. El piloto automático poco a poco comenzó a desaparecer. El paso de los días hace la carga un poco mas llevadera. Dejé de esperar su llamada aunque su contacto sigue estando en mis favoritos en el celular"

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23 de marzo de 2019.

Su cuerpo inerte yacía en la cama de una sala de cuidados intensivos.

Ese lugar lleno de aparatos, cables, máscaras, médicos que corren y enfermeras que tomas signos vitales, es un horroroso limbo entre la vida y la muerte.

Allí estaba él. Ojos cerrados, un gran tubo que salía de su boca, su cuerpo cada vez tornándose de un color amarillento parecido a la ausencia.

Lo tomé de la mano y le hablé durante 6 horas con la única esperanza de que alguna de mis palabras fuera escuchada. Lo miré consciente de que sus ojos ya no se volverían a abrir, pero con la esperanza que nunca muere de ser yo la afortunada que presenciara un milagro.

12 pm, todo acabó.

La nunca deseada confirmación medica de que se había ido llegó. Los aparatos dejaron de sonar, el amarillo mencionado se apoderó de manera contundente de todo su cuerpo. Era el final.

Lo lloré, lo abracé, lo besé. Luego, como es debido, dejé la sala para que lo prepararan para su vida eterna, le solté la mano, di la espalda y me enfrente a la vida sin el amor de la mía.

Transitar por un duelo es un camino rocoso, de altibajos, lleno de abismos. Es vivir con un piloto automático encendido permanentemente, es mirar y no ver, oír y no escuchar, es vivir en el vacío, en la espera constante de lo que nunca va a llegar.

Su partida dejó en mi vida la certeza de nunca mas estar completa y desde aquel día y durante los años que ya han pasado el eterno vacío de su ausencia permanece en mi.

Mi papá me enseñó muchas cosas. Por ejemplo que la paz y el silencio de la madrugada hacen de esta el mejor momento del día, también que la mente debe ser cultivada de manera permanente a través de la lectura y la contemplación, me enseñó la belleza del mar y el sentido que se encuentra en vivir sin prisa. Me mostró como era pasearse, deslizarse por la vida viviendo de lo necesario, haciendo de cada trayecto un paseo, abriendo los ojos para poder observarlo todo bien, escuchando mas que hablando. Me enseñó a entender sus gestos parcos como señales de cariño, a respetar sus espacios, sus silencios. Me enseñó mediante su ejemplo, el como vivir feliz.

Pero a mi papá, siempre tan realista, se le olvidó enseñarme que nuestra compañía no era permanente, que sus silencios momentáneos se volverían eternos, que un día no estaría más para ver las tormentas eléctricas del Darién juntos y que me las iba a tener que arreglar para ir por este mundo sin él, sin el amor de mi vida.

Han pasado 3 años y creo que el aprendizaje llega con el tiempo. El piloto automático poco a poco comenzó a desaparecer. El paso de los días hace la carga un poco mas llevadera. Dejé de esperar su llamada aunque su contacto sigue estando en mis favoritos en el celular, ya no releo con ansiedad nuestro chat ni espero verlo cada vez que toco nuestro paraíso necoclicense. Ya no busco contarle mis anhelos, ni mis éxitos y derrotas, ni sueño nuestras conversaciones sobre el libro de turno. El tiempo nos enseña a tocar con amor lo que antes tocábamos con dolor.

Este camino sin él no ha sido fácil, pero es el que me correspondió, y si me viera en este momento, seguro se burlaría de mi exceso de sentimentalismo.

Él era el amor de mi vida. Mi amigo, mi compañero, mi padre. Era mi guía, mi soporte, mi motor. Aprender a vivir sin él ha significado un gran esfuerzo por reemplazarlo en todos esos lugares que ocupaba en mi existencia y ha sido una lección lenta, silenciosa y dolorosa.

El amor nos llena de vida, de ímpetu, de esperanza, pero nunca, nunca, nos prepara para su ausencia.

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